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((**Es9.555**) En octubre de 1864, fue don Bosco a Mornese con un centenar de sus muchachos. Ya describimos en otro lugar este paseo. María y las demás Hijas de la Inmaculada se encargaron, por orden de don Domingo Pestarino, del alojamiento, la cocina y la preparación de las mesas. El día de la llegada, don Domingo presentó a don Bosco las Hijas de la Inmaculada y le rogó que las bendijera. El Siervo de Dios accedió y les dirigió unas palabras, animándolas a ser constantes en la práctica de la virtud y de la vida que habían abrazado. Su palabra sencilla, pero ardiente como el corazón de donde brotaba, resultó eficaz, porque estaba animada del espíritu de Dios. Aquellas buenas muchachas quedaron santamente impresionadas y sintieron aumentado su fervor. María experimentó dentro de sí algo extraordinario, que no sabía explicar. Las palabras del Siervo de Dios respondían plenamente a los deseos y afectos de su corazón; habría querido que no cesara de hablar y se habría estado escuchándolo siempre. Cuando les dijo don Bosco que podían ir a sus ocupaciones, ella partió contenta de haberle visto de cerca, pero ardiendo en deseos de volver a verle y oírle. Pudo ((**It9.620**)) apagar su deseo durante las tardes que don Bosco permaneció en Mornese. Daba éste una charla a los muchachos, y ella despachaba deprisa o suspendía sus quehaceres y volaba a escucharlo. Se colocaba lo más adelante que podía, en medio de aquella muchedumbre. No es posible describir la expresión de su rostro y la atención con que escuchaba. Petronila y las compañeras le decían: ->>De dónde sacas valor para meterte en medio de tantos hombres y jóvenes? Y ella respondía: -íDon Bosco es un santo, un santo... y yo así lo siento! Y se alegraba del aprecio en que era tenido el Venerable. Llegó al colmo su entusiasmo con el sermón que pronunció don Bosco en la parroquia sobre la eficacia de la protección de María Santísima. De este modo hacía Dios que María Mazzarello conociese al Venerable y la preparaba poco a poco, sin que ella se diera cuenta, para cooperar en su gran obra de salvación de la juventud. Don Domingo Pestarino, que tenía casa propia en el centro del pueblo, se había construido una casita junto a la iglesia parroquial, con cinco habitaciones en la planta baja y cuatro en el piso superior. Vivía en ella él solo, especialmente en el invierno, porque quería estar muy temprano en la iglesia para la misa y las confesiones. Todos los del pueblo eran sus penitentes, salvo una docena. Tenía la intención de ceder, con el tiempo, aquella casita a las Hijas de la (**Es9.555**))
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