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((**Es9.540**) en un solo espíritu y una sola alma, es algo muy difícil. Pero con vuestra filial ayuda todo me resultará fácil. Por aquellos días pasaban por Turín muchos católicos extranjeros camino de Roma para asistir a las fiestas jubilares de las bodas de oro sacerdotales de Pío IX, e iban a visitar la iglesia de María Auxiliadora y a ver a don Bosco. Llegó entre éstos, acompañado por el caballero Faá de Bruno, un sacerdote, procedente ((**It9.601**)) de Inglaterra, que llevaba al Papa una medalla de oro, valorada en quinientas libras esterlinas, con más de dieciséis centímetros de diámetro, regalo de los fieles de aquella isla. Por una cara tenía un estupendo retrato del Padre Santo con un montón de figuras que ensalzaban la definición de la Inmaculada Concepción; por la otra, la Virgen, embellecida con la confrontación de Adán y Eva dirigiéndose a Ella con afecto dulcísimo, mientras una paloma misteriosa les enviaba desde lo alto un haz de rayos. Era un trabajo de Vechte, artista francés, comparado con Cellini. Don Bosco y don Carlos Ghivarello se admiraron ante aquel milagro del arte. Era como la primicia de una infinidad de donativos preciosísimos, de objetos sagrados y profanos, mientras el óbolo de San Pedro llegaba al millón. El teólogo Margotti de Turín, por medio de la Unidad Católica, había recogido él solo trescientas mil liras, la mayor parte en oro. El caballero Oreglia, que se había trasladado a Roma, fue recibido en audiencia privada por el Papa el día 10 de abril. Le presentó el Album del Oratorio, y el 11 asistió a la misa del cincuentenario, celebrada por el Pontífice en San Pedro, de las ocho a las nueve. Casi cien mil personas abarrotaban la Basílica, incluido el pasadizo de la gran nave central, que en semejantes casos solía mantenerse libre por las filas de las milicias, y hasta los atrios, formando una masa unida y compacta. A la misma hora se reunía en más de cien mil templos del mundo una multitud en cuya comparación los congregados en San Pedro no eran más que unos pocos, que asistían a los sagrados misterios, rodeando en espíritu el altar de Pío IX. Los peregrinos, llegados a Roma de todas partes, duplicaron la población de la ciudad y muchos tuvieron que dormir en los atrios de las iglesias y bajo los pórticos. Las fiestas religiosas, civiles y militares duraron tres días, con máxima brillantez, con afectuoso e inenarrable regocijo de la gente. (**Es9.540**))
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