Regresar a Página Principal de Memorias Biográficas


((**Es9.321**) la vanagloria, las tentaciones de la carne, y del demonio. El las vence con los tres votos de castidad, pobreza y obediencia. Con la castidad ofrecemos a Dios todo nuestro cuerpo; el mundo y sus satisfacciones ya no son para nosotros. Con la pobreza renunciamos a los parientes, a los amigos, a las riquezas y ponemos en práctica lo que dice el Señor: Vade, vende quae habes et da pauperibus et veni, sequere me (Ve, vende lo que tienes, dáselo a los pobres y ven, sígueme). Con la obediencia renunciamos a nuestra voluntad, a nuestra libertad, y el Espíritu Santo enseña que la obediencia da la victoria. Puede que alguno diga: ->>Entonces el que entra en la Congregación está obligado a renunciar a la libertad? Y yo le respondo: -Nadie le obliga a hacer los votos; se trata de un consejo y no de un mandato. Cada uno los hace por propia y libre voluntad, para agradar al Señor. Nuestros votos son simples. En 1858, preguntado por Pío IX que dijera mi parecer sobre la conveniencia de hacer o no hacer los votos religiosos, yo dije que, al comienzo de nuestra institución, me inclinaba a no hacer votos, sino una simple promesa. -íOh, no! contestó el Papa, porque esta promesa tendría la misma importancia que el voto, pero no tendría el mismo mérito ante Dios. Y yo, pensaba como él... Los votos vinculan la libertad, pero en ciertos casos pueden ser anulados: están reservados a la Santa Sede, si son perpetuos, y al Rector Mayor, si son trienales. Debiendo recurrir a la Santa Sede, se verá mejor si hay motivos suficientes para ser dispensados. IV Dicen algunos que los institutos religiosos son cosa de nuestros días, es decir, que han sido instituidos con el cristianismo, pero se engañan de medio a medio. Ya empezaron a manifestarse en los primeros tiempos. Era una necesidad del alma... Adán, arrojado del paraíso terrenal, se retiraba por la noche a un lugar solitario, junto a aquel jardín de delicias, y con la penitencia y la educación de sus hijos en el santo temor de Dios, suspiraba por la venida del prometido Redentor. Este era el suspiro de todos los justos, la finalidad de los sacrificios de todos los jefes de familia. Para mantener viva esta espera, Dios escogió de entre los descendientes ((**It9.346**)) de Jacob, a la tribu de Leví y la encargó del culto y de enseñar la ley; una verdadera sociedad presidida por el Pontífice Máximo. Muchas madres entregaban sus hijos al Señor y los presentaban a los sacerdotes para que fueran educados en la piedad y en la práctica de las virtudes, mientras servían en el tabernáculo; así nacieron los nazarenos. Samuel fue el jefe de un grupo de profetas que, llenos del espíritu divino, se dedicaban a cantar las alabanzas del Señor. La idolatría y las discordias dividieron los reinos de Judá e Israel. El profeta Elías reunió un gran número de jóvenes en el desierto para instruirlos en la ley del Señor y para que se dedicaran a la oración, al trabajo e hiciesen vida común. A Elías le sucedió el profeta Eliseo, y el Señor premió la virtud de ambos con ruidosos milagros, transmitiendo su misión a otros profetas. (**Es9.321**))
<Anterior: 9. 320><Siguiente: 9. 322>

Regresar a Página Principal de Memorias Biográficas


 

 

Copyright © 2005 dbosco.net                Web Master: Rafael Sánchez, Sitio Alojado en altaenweb.com