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((**Es8.707**) Al fin de la misa, antes de la bendición, volvióse a los jóvenes y díjoles, entre otras cosas: -Al encontrarme esta mañana entre vosotros, al veros comulgar con devoción se produjo en mi corazón una impresión que no puedo explicar. Dad gracias a Dios, dad gracias al Espíritu Santo, que os ha sacado de en medio del mundo y os ha colocado aquí donde reina el espíritu de piedad, de religiosidad, de caridad, de dulzura y de santidad. El Espíritu Santo es quien os ha traído aquí: agradecédselo a este Espíritu, que es el beso de amor del Eterno Padre con el Eterno Hijo. Sabéis que al Padre se le atribuye el ((**It8.833**)) poder, al Hijo la sabiduría, al Espíritu Santo el amor. íDecidle que venga a vuestros corazones! íAmadle vosotros con toda el alma! Amad a Dios, como habéis leído en el catecismo, por encima de todo, dispuestos a morir antes que ofenderle; y dispuestos a morir, no una vez, sino mil veces antes que cometer un solo pecado conscientemente, sabiendo que se ofende a este buen Dios, a este divino Espíritu. Amadle de todo corazón y comportaos de forma que no se pueda decir de vosotros, lo que por humildad decía san Buenaventura de sí mismo: <>. También nosotros estamos rodeados por todas partes del amor del Espíritu Santo que nos inspira, a través de los ejemplos de los compañeros buenos, de los sacerdotes, de la misa, de las pláticas, de la lectura espiritual. Procurad corresponder a las llamadas de este buen Espíritu, a sus inspiraciones: entonces lloverán sobre vosotros todas las bendiciones, todas las gracias. Recordad lo que prometió al Señor el jovencito Domingo Savio conceptuado por vosotros y por mí como santo, en su primera comunión a los siete años: íAntes morir que pecar! Si hacemos nosotros lo mismo, ayudados por este Espíritu, podemos ir a darle gracias en el cielo en la eterna bienaventuranza. Guardad impresas en el corazón estas mis pobres palabras, que yo os dirijo con todo el afecto de mi alma. Mientras predicaba tenía los ojos cerrados o semicerrados, no los movía de un lado para otro, y, si alguna vez lo hacía, era para mirar hacia lo alto. Su gesto consistía únicamente en alargar un poco los brazos, para levantarlos al cielo juntamente con su mirada. Y cuando terminaba de expresar un pensamiento, con las manos juntas y los ojos cerrados o semicerrados, inclinaba la cabeza, como esperando las inspiraciones del Espíritu Santo; luego reanudaba el discurso con fervor. Después del desayuno, los muchachos le hicieron una fiestecita (**Es8.707**))
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