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((**Es8.138**) María más que a nadie después de Dios. Y digo más que a nadie después de Dios porque si mis padres me dieron la vida física, usted me dio la vida del alma, que es un don mucho más apreciable. Y el don más grande que usted me ofreció fue el haberme enviado a este Monasterio... >>Sabe que alguna vez he hablado con usted y me he encomendado a sus oraciones con la seguridad moral de que usted me oía desde ahí? Ciertamente, yo no lo dudo: usted me ha oído y ha rezado por mí... Si se digna responderme, lo que no hay que decir cuánto lo deseo, déme alguno de sus consejos, una de aquellas advertencias... Y ruegue, ruegue por mí. Ruegue a María Santísima para que no ceda jamás a las insinuaciones malignas del demonio, para que ame siempre a esta bonísima protectora y siempre tenga que recurrir a Ella como a la única áncora que me queda, la única brújula que me guía a Jesús. Le ruego salude a don Víctor Alasonatti, a mi querido Caballero, a don Juan Bautista Francesia, al meláncólico don Juan Bautista Cagliero, al reverendo Boggero, a los cuales recuerdo cada día y a todos los demás, con Don o sin él, a quienes aprecio y amo como hermanos. Me recomiende a las oraciones de la Casa. Diga a J... y a R... que les suplico me obtengan la perseverancia y que cuento mucho con sus oraciones. Y a usted, padre mío, >>qué le diré? >>Qué felicidades desearle? Me uno a todo lo bueno y grato que se dirá en esta fiesta del Oratorio y especialmente a todo lo que el tierno afecto de don Juan Bta. Francesia sabrá escribir, prometiéndole mis pobres oraciones y la comunión del sábado. Rogándole me bendiga, y como si yo estuviese de rodillas ante usted, besando con efusión su sagrada mano, me suscribo JERONIMO MARIA SUTTIL ((**It8.151**)) Era la noche de la vigilia de san Juan. Los edificios aparecían espléndidamente iluminados. Un amplio espacio circular del patio, cercado por altos postes con banderas, estaba lleno de bancos donde se sentaban los alumnos. Había un trono preparado para don Bosco y frente a él un gran palco con gradas para la banda y los cantores que debían interpretar el himno. A ambos lados del trono, asientos para un gran número de bienhechores y en el centro de aquel anfiteatro una mesa donde se veían los regalos y ramos de flores. Poetas y prosistas leían sus composiciones, alternando con las sinfonías y los aplausos a don Bosco, que se unía con frecuencia a ellos transformando la fiesta en una demostración de común alegría. Cerró el acto don Bosco con un discursito. Parecía sereno, no obstante la enfermedad de sus cuatro colaboradores. Pero su resignación no impidió que manifestara a los muchachos su pena y que les rogara le ayudasen a llevar aquella cruz. Muchos lloraron, cuando aludió a la cercana muerte de don Víctor Alasonatti. Las demostraciones de amor a don Bosco no se limitaban a su día onomástico; aunque con menos solemnidad, se repetían frecuentemente (**Es8.138**))
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