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((**Es7.674**) del sol, etc., etc..., eso ya no, jamás. ílmaginad qué desconcierto! En lugar de descansar y santificar el domingo, muchos, por ignorancia del día en que estaban, habrían descansado el lunes. Otros se habrían abstenido de comer carne el jueves y la habrían comido sin escrúpulos el sábado; en vez de ayunar en Cuaresma, habrían ayunado en Carnaval (íhay ayunos de muchas formas!) y siga la rueda. La verdad es que también en el pasado sucedía esto alguna vez. Pero la causa era precisamente porque éstos no leían el almanaque del Hombre de bien y, por consiguiente, ignoraban el modo de vivir y el día y el tiempo en que vivían. Creedme, es algo muy importante saber en qué día se vive y esto sin calendarios sería imposible. El mundo habría corrido el riesgo de arruinarse si el Hombre de bien hubiese persistido en no querer publicar nunca más su almanaque. Y entonces, íqué hecatombe! íMisericordia! Mas, para alejar el fatal acontecimiento, proveyó aquel mismo viejecito que había originado la determinación del Hombre de bien. Apenas supo la futura muerte del almanaque, se apresuró a comunicarla a todo hijo de vecino y, de vuelta en la ciudad, lo notificó a cuantos se encontró. Bastó esto para que un diluvio de cartas inundara la casa del Hombre de bien; cartas de color de rosa, de color verde, de color canario, en las cuales, en nombre de todo lo nominable, se le conjuraba a continuar la publicación del benemérito almanaque. Estaban las cartas tan llenas de patéticas expresiones, tan conmovedoras, que el Hombre de bien no pudo resistir tanta elocuencia y, renunciando a su campo, renunciando a la satisfacción de cultivar zanahorias, renunciando a la tranquilidad de la vida privada, se decidió a proseguir su vida pública, únicamente por el bien de la Sociedad. Pero puso condiciones a sus lectores, a fin de persuadirles de la utilidad de elaborar un almanaque. En primer término, así como el almanaque está hecho para distinguir los días festivos de los que no lo son, así todos pongan el máximo empeño en santificar aquéllos con ejercicios de piedad y ocupar éstos con un trabajo concienzudo y de provecho para todos. Segundo, que así como el almanaque señala los días de abstinencia de carnes, así todos tomen conciencia de ello y se abstengan. Tercero, que cuando señala tiempo pascual sirva para recordar a todos el precepto de recibir en aquel tiempo los santos sacramentos, sin cuya observancia es imposible que uno consiga amar a Dios y al prójimo como debe hacer un católico Cuarto, que se aprovechen de todo lo que juzgue conveniente contarles. Y todo esto el Hombre de bien lo dice en serio, porque aunque él sea el hombre más gracioso del mundo, ((**It7.792**)) en lo tocante a religión, no se permite ninguna broma, porque sabe que con Dios no se juega y que la broma, la burla en materia de religión es lo más indigno y más loco que pueda haber. Dicho esto, debo contaros todavía otro suceso, ocurrido el año pasado al Hombre de bien, pero sólo quiero contároslo a vosotros en confianza, encargándoos no comunicarlo a ningún otro. Vosotros no ignoráis, queridos lectores, que el Hombre de bien llevaba, por respeto a la memoria y al buen ejemplo de su abuelo un mechón de cabello, envuelto desde el cogote en una cinta en forma de cola que la caía sobre la espalda, y que se llamaba coleta. Pues bien, hace más de un año que se la ha quitado irremisiblemente. íQué queréis! Le dijeron que aquello ya no estaba de acuerdo con los tiempos y que era atrasado, retrógado, oscurantista íqué se yo! Pobre Hombre de bien, le hicieron abrir un par de ojos como dos platos, y arrugar la nariz media hora. íPobrecito, no entendía nada! El llevaba coleta, porque con ella en el cogote, cuando iba por las calles de la ciudad y de los pueblos, arrastraba tras de sí a los chavales, y cuando (**Es7.674**))
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