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((**Es7.199**) La tarde del 15 del corriente mes de julio, algo delicado de salud, tomé el coche de San Ignacio. Hasta Caselle pude disfrutar del sol, que me proporcionaba baños de calor gratuitamente ya que viajaba en el pescante del ómnibus. Desde Caselle a San Mauricio me acompañó el viento, primero fresco, luego frío, después borrascoso y finalmente con truenos, relámpagos y lluvia. Desde San Mauricio a Cirié la lluvia, mezclada con granizo, resultó solamente una broma. Pero, desde Cirié a Lanzo, que son cinco millas, llovió torrencialmente; el granizo, los truenos y un viento friísimo no dejaban respirar. Los caballos a duras penas arrastraban el carruaje a paso lento. Yo seguía siempre en el pescante, sin saber cómo apañarme. Conmigo viajaban otros más. Llevaban abiertos dos paraguas que amparaban a los que los tenían en la mano; pero yo, que me encontraba en medio del asiento, no tenía más ventaja que la de recibir sobre mis espaldas el goteo o mejor la lluvia de los dos paraguas, de manera que llegué a Lanzo helado de frío y totalmente calado. Hubierais visto, queridos jóvenes, a don Bosco bajar del coche hecho una sopa, igual que esas grandes ratas que a menudo veis salir del arroyo de detrás del patio. De haber estado don Juan Bautista Francesia hubiera hallado un bonito tema para hacer algunas rimas sobre un personaje chorreando agua. ((**It7.226**)) Debía estar en Lanzo a las siete y no llegué hasta las ocho cuarenta y cinco, de modo que, no pudiendo proseguir el viaje a San Ignacio, pregunté en el despacho de coches si habría un rincón donde cambiarme de ropa. Me contestaron que no había más que la oficina. Entonces ordené que me llevaran la bolsa a la parroquia y allí me dirigí. Yo llegué, pero la bolsa no llegaba; entonces el párroco (V. Albert), lleno de bondad y generosidad, me suministró cuanto necesitaba, mas como no tenía una sotana a mi medida, me puse una especie de frac con el que parecía un Abad de profesión. En cuanto me sequé, me conforté con una buena sopa y me fui a acostar, pues sentía suma necesidad. Entre el viaje, el cansancio, la inflamación de la nariz y el dolor de cabeza no pude dormir, pese a que, en verdad, tenía una buena cama, buena habitación y que estaba bien arropado. A las siete de la mañana me levanté. Me buscaron un borriquillo, que pronto se puso a mis órdenes y le conduje por mi camino hasta San Ignacio, a donde se llega después de tres millas por un atajo de la montaña. El miércoles, el jueves y el viernes los pasé muy mal; pero por la tarde de este día mi hinchazón comenzó a supurar y logré descansar un poco. El sábado me hallé mucho mejor y la Santísima Virgen me auxilió de tal manera, que el domingo volví a ser el don Bosco de siempre, sin dolencias de importancia. Hasta ahora he hablado de mí; ya es hora de que hable de vosotros. Comencemos por Bernardo Casalegno, nuestro querido amigo. Tras muchas angustias, después de haber recibido los santos sacramentos de manera verdaderamente ejemplar, sin dejarse espantar por la muerte, lleno de confianza en la protección de la bienaventurada Virgen María, cesaba de vivir el viernes 18 del corriente. Se preparaba hace mucho tiempo a este paso y la serenidad de su rostro, la sonrisa dibujada en los últimos instantes, su vida, su preparación para el paraíso, nos dan fundamento para esperar que ha ido a encontrar a Domingo Savio en el cielo. Su cadáver era conducido el sábado a la sepultura. En Chieri se rezó por él; ayer hicisteis vosotros otro tanto en el Oratorio y yo he ofrecido el primer día de este mes todo el bien que se hace en esta casa por el eterno descanso de este compañero nuestro que el Señor quiso llevarse consigo. Requiescat in pace. Dios nos ayude a que también nosotros tengamos una buena muerte. He ido varias veces a visitar el Oratorio y he encontrado de todo: bueno y malo. (**Es7.199**))
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