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((**Es6.78**) las Lecturas Católicas muchos asociados entre sus feligreses, tengo el honor de declararme con la mayor estimación, De V. M. Ilustre y Rda. Señoría. Vercelli, 18 de octubre 1858. Seguro y afmo. Servidor ALEJANDRO, Arz. D. MOMO, Secr. Don Bosco, rebosando alegría con tales recomendaciones, celebró la fiesta de la Inmaculada Concepción. Tanto más cuanto que aquel año un portentoso acontecimiento había hecho resonar por todo el mundo la gloria y la bondad de la Madre celestial. Don Bosco lo había contado varias veces a sus muchachos y más tarde imprimía su relato. El 11 de febrero de 1858 una inocente pastorcilla de catorce años, Bernardita Soubirous, salía de Lourdes, pequeña ciudad a los pies de los Pirineos, para ir al campo a recoger un poco de leña para la cocina de su casa. No sabía leer ni escribir: toda su instrucción se reducía al padrenuestro, avemaría, gloria y credo. No había recibido todavía la primera comunión. Al llegar a la falda de la gruta de Massabielle e intentar pasar el canal casi seco de un molino, he aquí que oye un ruido, un soplo como de viento impetuoso, quedando, sin embargo, inmóviles todas las ramas de las plantas. Extrañada, vuelve Bernardita la mirada hacia la gruta y, temblando de pies a cabeza, se pone de rodillas en el suelo. Encima de aquélla, en un nicho rústico, al que llegaban las largas ramas de un rosal silvestre, en medio del esplendor de una luz magnífica, estaba en pie, suspendida en el aire, una Señora lindísima, por encima de toda imaginación, maravillosamente luminosa y bella. ((**It6.91**)) Tenía el aspecto de una doncella de unos veinte años, de mediana estatura, cara ovalada, perfectamente regular, ojos azules, suaves y dulces sobre toda ponderación. Resplandecía en su rostro una belleza, una gracia, una majestad y gravedad, una sabiduría, una virtud superior a toda imaginación. Su vestido era blanco como la nieve: llevaba ceñida una faja azul celeste que, anudada por delante, colgaba en dos cintas hasta los pies. Rodeábale la cabeza un velo blanco que caía por detrás cubriéndole las espaldas y todo lo largo de su persona. Sus pies se apoyaban suavemente sobre las ramas del rosal sin doblarlas, y había sobre cada uno de sus pies una rosa florecida. Sus manos, devotamente juntas, sostenían un rosario, cuyas blancas cuentas parecían ensartadas en un cordoncillo de oro. Parecía (**Es6.78**))
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