Regresar a Página Principal de Memorias Biográficas


((**Es6.703**) una canción a la Virgen, ((**It6.931**)) hacíase después la lectura del día en un librito expresamente compuesto y mandado imprimir por don Bosco; dábase después la bendición con el Santísimo Sacramento. Por la mañana el tribunal de la penitencia estaba atestado de muchachos, ansiosos de reconciliarse con Dios, y era tan frecuentada la Mesa de los Angeles que la Comunión parecía diariamente general. En el curso de los diversos recreos del día era de ver a los muchachos agolparse continuamente en la iglesia ante el altar de la Virgen y no pocos sacrificaban una parte notable del recreo para estarse rezando o leyendo algún libro, que trataba de las glorias de María. Los clérigos y los jóvenes más industriosos hacían colección de bonitos ejemplos e iban contando por lo menos uno cada día, hoy en éste, mañana en aquel corro de compañeros, tratando de dar a conocer las prerrogativas, las virtudes y misericordias de la Madre de Dios, para aumentar el número de sus hijos y encenderlos en celestial amor hacia Ella. Después de cenar y antes de las oraciones de la noche, muchos, reunidos en el patio y en los pórticos, se divertían entonando canciones a María, yendo de este modo a porfía para ensalzar a la que después de Dios, llenaba aquel mes nuestra mente y nuestro corazón. Todos, estudiantes y aprendices, iban a porfía para guardar una conducta intachable en todo sentido, para tener el consuelo y el honor de ofrecer a la augusta Reina del Cielo, al fin del mes, una corona de sobresalientes. Como si estas prácticas no bastaran todavía para desahogar plenamente la piedad de los muchachos hacia su dulcísima Madre, hacían en cada dormitorio un altarcito, en el que campeaba su graciosa imagen, rodeada de flores, lámparas y candeleros. Los muchachos se encargaban de costear los gastos necesarios; los aprendices, entregando una parte de la propina que les tocaba el fin de cada semana; los estudiantes, ofreciendo dinero u otros objetos de su libre disposición. Después del rezo de las oraciones comunitarias de la noche, el clérigo asistente de cada dormitorio reunía a los jóvenes, antes de acostarse, ante el altarcito y, alternando con ellos, rezaba siete avemarías en recuerdo de los siete gozos y dolores de la Virgen; después de lo cual cada uno, como si hubiese dado un saludo filial y obtenido la bendición de su propia Madre, iba alegre a descansar. En los días festivos y en la clausura del mes, un clérigo ((**It6.932**)) encargado de antemano, predicaba una platiquita en honor de María haciendo de este modo en un dormitorio los primeros ensayos para la predicación, bajo los auspicios de la que merecidamente es llamada Reina de los Apóstoles. El Señor bendijo estos industriosos medios de caridad y religión y los coronó de frutos saludables. A decir verdad, no recuerdo tiempo alguno en que la piedad y la moralidad florecieran entre nosotros más que entonces, fueran los aprendices más activos y aficionados al trabajo, los estudiantes más aplicados en sus deberes escolares, y los profesores y asistentes más afectuosamente correspondidos en sus desvelos. Ello fue una prueba clarísima de que la religión es fundamento y medio eficacísimo de una sabia educación; que la caridad, el celo apostólico y las buenas maneras del que dirige y enseña, logran siempre ganar la mente y el corazón de los alumnos, alejarlos del vicio, aficionarlos a la virtud y hacerlos buenos cristianos y probos ciudadanos; y que en la educación de las almas para el bien, el método preventivo es preferible al represivo. Fue aquel año, digámoslo así, la edad de oro de nuestro Oratorio, y con razón los sucesores de don Bosco pueden hacer ardientes votos para que, ésa vuelva y se extienda a todos nuestros institutos presentes y futuros. (**Es6.703**))
<Anterior: 6. 702><Siguiente: 6. 704>

Regresar a Página Principal de Memorias Biográficas


 

 

Copyright © 2005 dbosco.net                Web Master: Rafael Sánchez, Sitio Alojado en altaenweb.com