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((**Es6.408**) como lo demostraron algunos hechos; más aún, en cada apartado postal se había establecido incluso una oficina a propósito llamada oficina de comprobación, una de cuyas atribuciones, la más importante, era precisamente la de comprobar si salían o llegaban cartas dirigidas a personas consideradas, según se decía, como enemigas del nuevo orden de cosas. Y todo esto se hacía a despecho del Estatuto y para honra y gloria de la libertad. Al mismo tiempo, a principios de año, algunas personas metidas en los asuntos políticos habían advertido a don Bosco que en las logias masónicas se le había declarado la guerra para impedir que llevase adelante una misión tan contraria a sus siniestras miras. Un alto funcionario del Ministerio de Gobernación, amigo suyo, le comunicó ((**It6.543**)) que estaba decidido el cierre del Oratorio y que, por tanto, se preparara y buscara la manera de evitar el peligro. Un mes después de haberle llegado estos avisos, empezaron los periódicos liberales a escribir encarnizadamente en su contra. Denigraban con violentas invectivas, calumnias y frases soeces la obra de don Bosco, como contraria a la libertad, a la independencia de Italia, y a él como enemigo de la patria y de las instituciones que la gobernaban. Describían el Oratorio como una guarida de conspiradores a sueldo del Papa, y pedían su cierre a voz en grito. Un diario de mala lacha escribía que en la casa de don Bosco existían culpables documentos; que bastaba buscarlos con toda diligencia y se encontrarían: -Envíe allá el Gobierno hombres preparados y sin prejuicios, y descubrirá los hilos de la trama urdida, escribía uno de los portavoces de la secta. Y la Gaceta del Pueblo, como cortando por lo sano, se expresaba en estos términos: <>. De este modo se iba formando la opinión pública y se preparaba el camino al Gobierno, para que, sin excesiva odiosidad, pudiese descargar el golpe que meditaba. Con una imprevista inspección a la casa del Oratorio se esperaba descubrir algún documento sospechoso y que sirviera de base para formarle causa. La más insignificante frase dudosa de una carta debía bastar. Teníase la seguridad de alcanzar el fin propuesto, porque se pretendía encontrarle culpable a toda costa y encarcelarlo o desterrarlo a un lugar determinado. Corría, pues, peligro de quedar destruida como por un turbión la obra del Oratorio, que en el transcurso de diecinueve años había costado (**Es6.408**))
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