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((**Es6.395**) cómo poder llegar a la iglesia, cuando oportunamente vino en nuestro socorro el campanero y, tras inauditos esfuerzos, pudimos penetrar en la sacristía por una portezuela. Allí estaban reunidos los párrocos de los alrededores. La iglesia se hallaba abarrotada de gente, ansiosa de oír la voz de su or; pero éste, profundamente emocionado, no podía articular palabra. Entonces indiqué yo a todos aquellos sacerdotes que era conveniente decir algo al pueblo. Invité en particular a algunos de aquellos reverendos a subir al púlpito, pero todos rehusaron. -No estoy preparado; nadie pensaba que iba a haber sermón; es demasiado fácil comprometerse; es una circunstancia espinosa; hable usted. -Bueno, concluí al ver que todas las miradas se clavaban en mí; ísubiré yo! Y aparecí ante el auditorio con el sombrero en mi izquierda y el manteo sobre el brazo derecho. Comencé agradeciendo a los fieles el recibimiento hecho al Arcipreste; los invité a dar gracias a la divina Providencia que permite a menudo tribulaciones, las cuales, aun en esta vida, son a veces recompensadas por Dios con grandes consuelos; les recomendé que continuaran venerando a un sacerdote tan digno y reconociendo siempre en sus palabras la voz de Dios, a quien representa; me referí a los deberes de los fieles con su pastor y concluí hablando de la caridad, vínculo de unión entre el párroco y sus feligreses. ((**It6.526**)) Mientras yo hablaba, oíanse en la iglesia continuos sollozos y, a duras penas, si podía contener las lágrimas. Entonóse después un solemne tedéum y se acabó impartiendo la bendición con Su Divina Majestad. Tan pronto como se hizo la reserva del Santísimo Sacramento, la gente se apresuró a salir de la iglesia, pues nadie quería volver a su casa sin haber saludado filialmente al padre de sus almas. En un abrir y cerrar de ojos quedó asediada la casa rectoral por la muchedumbre que quería ver al párroco. En vano intentaron los números de la guardia nacional contener aquella aglomeración tumultuosa que podía ser peligrosa. Decidióse entonces que se colocara el párroco en un lugar por donde todos pudieran pasar a besarle la mano. Subió don Bosco a un poyo e, imponiendo silencio al inmenso gentío, dijo: -íOídme! Ahora se pondrá vuestro párroco aquí en un lugar donde todos podréis verlo y besarle la mano. -íMuy bien! íBravo! íBien pensado! Gritaba la gente. Yo añadí: -Os recomiendo que no os abalancéis todos a una, porque, como veis, está tan cansado que no puede tenerse en pie, y si encima lo fatigáis, le vais a matar. Venid, pues, despacio, uno a uno, a besarle la mano. Dicho esto, bajé, y el párroco se colocó contra una pared, para que no lo tiraran al suelo. Primero de pie, y después sentado, tendía la mano a sus feligreses, siempre llorando al ver la devoción que le profesaba su pueblo. El desfile duró dos horas. El sermón, gracias a Dios, había logrado el efecto deseado. Los ánimos hostiles al párroco se inclinaron a la benevolencia, puesto que no se habían hecho recriminaciones ni alusiones; la mayoría del pueblo, que lo amaba entrañablemente, no cabía en sí de gozo; fue aquél un día de alegría y de fiesta para todos. Después de comer, partí en seguida hacia Bottanuco con el profesor y el secretario. El Obispo había instalado en este pueblo en el Seminario Menor, a los seminaristas estudiantes de Filosofía y Teología, ya que los franceses habían ocupado el Seminario Mayor de Bérgamo durante la guerra y habían prolongado después por mucho tiempo su permanencia en él. Yo estaba satisfecho. Tan pronto como llegué, me entretuve afablemente con los (**Es6.395**))
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