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((**Es6.394**) lloraba a lágrima viva. Recordaba la escena dolorosa y lúgubre de su partida cuando fue encarcelado y la comparaba con el regocijo de la vuelta presente a su querida parroquia. Pero en medio de aquel espectáculo conmovedor hubo también su nota cómica. Como íbamos en la carroza del Obispo, ((**It6.524**)) aquella gente sencilla, que veía la librea del cochero, creía que dentro estaba también el Prelado y se arrodillaba para que los bendijese. Yo le decía al párroco que lo hiciera, y él pretendía que lo hiciera yo. Yo me rehusaba; hasta que el arcipreste agarró mi brazo y me forzaba de vez en cuando a trazar cruces en el aire, y la gente, que veía la mano, inclinaba la frente y se santiguaba. Finalmente aparecieron el campanario y las casas de Terno. Veíanse los fieles, de todas las aldeas circunvecinas, todos los párrocos y muchos sacerdotes del arciprestazgo y de otras parroquias, llegados a caballo, y a pie, para honrar a don Fernando Bagini. Las campanas tocaban a fiesta y resonaban continuos disparos de morteretes. A la entrada del pueblo esperaba una enorme muchedumbre de gente de toda edad y condición. La fachada de la parroquia, las casas, los arcos triunfales, todo estaba tapizado con colgaduras de mil colores. En la plaza de la iglesia, esperaban el Alcalde y los Concejales y la plana mayor de la feligresía. Allí estaban preparadas las ovaciones. Al aparecer la carroza, oyóse un sordo murmullo, mas no voces hostiles, procedente de algún corro de liberales; pero pronto cesó, cuando éstos y todos los demás vieron al lado del párroco otro personaje, que llevaba un sombrero diferente del que usan los sacerdotes lombardos. Preguntábanse unos a otros quién era aquel cura y manifestaban su extrañeza por mi sombrero piamontés, que con sus tres picos y las alas estrechamente abarquilladas contrastaba singularmente con el de los otros eclesiásticos, cuyas alas se elevaban majestuosamente como tres velas. También ellos creyeron que yo era el libertador del párroco. En el primer momento no se oyeron aplausos, pero así que avanzamos entre las casas del poblado, la guardia nacional, alineada y en uniforme de gala, presentó armas, disparó al aire y a la salva se unió la banda municipal. Los aplausos y os gritos de alegría subían a las estrellas y ahogaban el sonido de la banda. -íViva nuestro párroco!, prorrumpían miles de pechos. Yo pensaba para mis adentros: -íSanta religión católica, qué fuerza y qué poder tienes en el corazón del hombre! íCuántos habrá aquí, quizá con el alma endurecida por el pecado, y sin embargo, movidos por un irresistible impulso interior, ((**It6.525**)) no pueden dejar de rendir tributo de respeto y veneración a los siervos del Señor! Pero, como la carroza no podía avanzar en medio de la apiñada muchedumbre, dio una larga vuelta, abandonando el camino principal, y fuimos a parar al pie de la tapia del huerto parroquial. El pueblo aguardaba al lado opuesto de las edificaciones en la plaza de la iglesia. Hicimos traer una escalerita y subimos a la tapia, pero cuando estábamos sobre ella, vino el apuro. Cómo bajar? Por la parte interior no había escalera. Era preciso, pues, que uno de nosotros se descolgase y bajase primero. -Baja usted o bajo yo?, nos preguntábamos mutuamente. Descendió uno, por fin, dándose una pequeña costalada, y ayudó luego a los demás a bajar. Pero al llegar al suelo, he aquí que la gente, que se dio cuenta de la maniobra, irrumpió en el huerto y lo llenó hasta los topes, de modo que no nos podíamos mover. No sabíamos (**Es6.394**))
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