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((**Es6.285**) suelo cubierto de sangre humana y había de vez en cuando trozos de cadáveres, que se iban recogiendo y echando en cestos para llevarlos a enterrar. Movido a compasión recé un de profundis por los que habían muerto y una salve por la curación de los heridos; después seguí mi camino. ((**It6.372**)) V Rumores de la batalla de Solferino -El día onomástico -Estruendo infernal -Temporal -Victoria -Campo de batalla -Combates -Muertos y heridos. Os aseguro, queridos amigos, que, cuando yo iba a la escuela y también cuando iba a apacentar el ganado con mis compañeros, tuve que sostener grandes batallas, a pedradas unas veces y a palos otras; en alguna ocasión a puñetazos y mordiscos, pero aquéllas no eran nada en comparación con la batalla de Solferino. Sólo os cuento lo que a mí me pasó y dejo a otros más capacitados que escriban todo lo que ocurrió en aquella memorable jornada. El día veintitrés de junio corrían rumores por todas partes de que era inminente una batalla que decidiría la suerte de los austriacos y de los aliados. Que nosotros atacáramos a los austriacos o que ellos atacaran a los nuestros iba a ser lo mismo. El día veinticuatro, día de san Juan, que es mi santo, oí al amanecer un gran estruendo de cañones. Primero pensé que era para celebrar mi día onomástico, pero pronto me convencí de que eran los austriacos que avanzaban contra los nuestros y que los nuestros se disponían a recibirlos con todos los honores. Agarré entonces mi cesto con unas cuantas botellas de jarabe, y, llevando la mayor cantidad posible de agua, avancé hacia los combatientes. Decía entre mí: hoy hace mucho calor, combatiendo hay que beber mucho; y yo vendiendo mis vasitos lleno mi bolso de dinero contante y sonante. Por algún rato todo iba bien y vendí la mayor parte de mis bebidas. Pero a las diez de la mañana oí gritar: -íAtrás, atrás, nos atacan de costado! Como no quería jugar a correr con los soldados me retiré a un lado del camino y, colocándome sobre un cerro próximo, dejé que los nuestros se retiraran para situarse en mejor posición. Pero íay de mí! en aquel momento me encontré casi entre el fuego de los piamonteses y los austriacos. Las balas de fusil y también las de cañón caían a mi alrededor como caen las nueces muy maduras, cuando se varea el árbol. Vi a los austriacos hacer correr a los nuestros y vi a los nuestros repeler a los austriacos; pero no paraban las descargas de fusilería, los cañonazos, ((**It6.373**)) los bayonetazos, los gritos de los que animaban, los ayes de los heridos y de los moribundos. Aquel ruido, aquellos gritos, aquellos lamentos juntos formaban un estruendo infernal. Por fin, al caer de la tarde, se levantó un gran temporal, que favoreció mucho a los nuestros e hizo inútiles los esfuerzos de los enemigos que se vieron obligados a retirarse. Intenté entonces bajar al valle, pero no me dejó un involuntario terror. Doquiera volvía mis ojos, no veía más que muertos, heridos y moribundos que pedían auxilio. Hubiera querido acudir a todos, socorrer a todos, pero era imposible. Me uní a los otros y estuvimos trabajando ocho días para trasladar los heridos al hospital y enterrar a los muertos. Un general piamontés, que dirigía el traslado de los heridos, afirmó que una batalla como aquélla no tenía igual en la historia. Eran casi trescientos mil entre franceses y piamonteses, contra trescientos mil austriacos. Ambos bandos lucharon (**Es6.285**))
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