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((**Es5.621**) y hubo dos que quisieron acompañarnos hasta casa, aunque tenían que hacer una hora de camino. Al llegar a casa, tuve la visita de monseñor De Merode, maestro de Cámara de Su Santidad. Tras una breve charla, me dijo: >>-Me envía el Santo Padre, para pedirle que tenga a bien predicar los ejercicios espirituales a las reclusas de la cárcel de Santa María de los Angeles en las Termas de Diocleciano. >>-Un ruego del Papa, es para mí una orden. >>Y acepté con verdadero placer. Pero mientras yo decía que sí, agregó el Prelado: >>-Se entiende que también tendrá que predicar a los presos de San Miguel. >>A esta segunda invitación, que no me parecía hecha en nombre del Papa y que se me antojaba no gustaría a sus guardianes, no quise responder, hasta haber recibido noticias de nuestro Oratorio. >>Entre tanto, sin pérdida de tiempo, al día siguiente, quince de marzo, a las dos de la tarde me presenté a la superiora de las monjas que atienden a las reclusas. Quería yo combinar fecha y horario de los ejercicios espirituales. Ella me dijo: >>-Si a usted le va bien, puede predicar dentro de un poco, ya que las mujeres están en la iglesia y no tenemos predicador. >>Así que comencé enseguida los ejercicios, y casi empleé toda la semana en este trabajo ministerial. Están detenidas, en este correccional, las culpables de algún delito, que nosotros decimos condenadas a presidio. Eran doscientas sesenta, doscientas veinticuatro ya con sentencia; las otras estaban allí por voluntad de los padres y de la policía. Los ejercicios resultaron a satisfacción. La predicación sencilla y popular, que nosotros empleamos, resultó beneficiosa en esta cárcel. El sábado, después del último sermón, la madre superiora me comunicó muy satisfecha que ninguna reclusa había dejado de acercarse a los Santos Sacramentos. Los ejercicios duraron del quince al veinte del mes>>. ((**It5.875**)) Con estos pocos rasgos de su pluma aludía don Bosco humildemente a esta su misión; pero el capellán de la cárcel habló de muy distinto modo. El había contemplado atentamente a aquella turba de infelices, que con las lágrimas en los ojos, llenas de pena por el mal cometido, escuchaban a don Bosco con maravillosa atención. Había quedado impresionado por el tono piadoso del predicador y por sus cálidas palabras llenas de ansia de la salvación de las almas. Ya desde el segundo día, muchas de aquellas mujeres, quisieron confesarse con él, para que las librara del pavoroso infierno del remordimiento, y en los días siguientes acudieron todas a su confesonario con las mejores disposiciones. Una mañana predicó don Bosco sobre el pecado mortal. Es imposible explicar con palabras lo que sucedió en aquel momento. Después de haber descrito los beneficios que Dios concede continuamente a sus criaturas, la misericordia infinita con que trata a los pecadores, recordando las ofensas que continuamente recibe de tantos cristianos ingratos, conmovido hasta el extremo y casi sollozando, preguntó a sus oyentes: (**Es5.621**))
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