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((**Es5.403**) Don Bosco, abrumado de dolor, se fue después de los mismos a Susa, como huésped de su amigo el canónigo Rosaz, para descansar un poco. Pero no estuvo más que un día y volvió a Turín. No cesaba de rezar fervorosamente y hacer rezar por el alma de su madre, y estableció que anualmente se celebrara un funeral en el día del aniversario. Hablaba siempre de ella con afecto filial y contaba con viva complacencia lo mismo en público que en privado, sus singulares virtudes. Dispuso que uno de sus sacerdotes recogiese los hechos edificantes de su vida, y los publicase como recuerdo, para edificación de todos. Y hasta en sus últimos días se pudo comprobar cómo pervivía en él el afecto materno, puesto que, al recordarla, le saltaban las lágrimas; y el que lo atendía de noche, le oía suspirar por su madre en sus duermevelas. Se la vio delante varias veces, en sueños, que quedaron profundamente grabados en su mente y que en alguna ocasión nos quiso contar. En el mes de agosto de 1860, le pareció encontrarla cerca del santuario de Nuestra Señora de la Consolación, a lo largo de la cerca del convento de Santa Ana, en la misma esquina de la calle, mientras él volvía de San Francisco de Asís al Oratorio. Su aspecto era bellísimo. ->>Pero cómo? >>Usted aquí?, le dijo don Bosco; >>no ha muerto? -He muerto, pero vivo; replicó Margarita. ->>Y es usted feliz? ((**It5.568**)) -Felicísima. Don Bosco, depués de algunas otras cosas, le preguntó si había ido al Paraíso inmediatamente después de su muerte. Margarita respondió que no. Luego quiso que le dijese si en el paraíso estaban algunos jóvenes cuyos nombres le indicó, respondiendo Margarita afirmativamente. -Y ahora dígame, continuó don Bosco, >>qué es lo que se goza en el paraíso? -Aunque te lo dijese no lo comprenderías. -Déme al menos una prueba de su felicidad; hágame siquiera saborear una gota de ella. Entonces vio a su madre toda resplandeciente, adornada con una preciosa vestidura, con un aspecto de maravillosa majestad y seguida de un coro numeroso. Margarita comenzó a cantar. Su canto de amor a Dios, de una inefable dulzura, inundaba el corazón de dicha, elevándolo nuevamente a las alturas. Era una armonía expresada como por millares y millares de voces que hiciesen incontables modulaciones, desde las más graves y profundas, hasta las más altas y (**Es5.403**))
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