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((**Es4.434**) Y bajaba del púlpito, escondía las manos en las mangas de la sotana, para impedir que se las besaran, y se dirigía despacio a la escalera que subía a su habitación, sin decir palabra a nadie. Entre la multitud de los muchachos se oía, acá y allá, algún sollozo reprimido; las lágrimas regaban muchos rostros e íbanse todos a dormir meditabundos y arrepentidos, porque para ellos ofender y disgustar a Don Bosco era lo mismo que ofender y disgustar al Señor. Esto bastaba para imponer en casa un orden perfecto ((**It4.566**)) y sentirse todos felices cuando don Bosco reaparecía, si volvían a verle sonreír. Pero si don Bosco era fácil para perdonar las faltas de los arrepentidos, contra la disciplina, la caridad y el respeto debido a los superiores; si se reprimía y aguantaba con paciencia a alguno que sabía era malo con tal de que no causase daño a los otros, dedicándose a su conversión, era riguroso con los que robaban, ofendían gravemente a la religión o a la moral con su modo de hablar o de hacer. No sabía tolerar de ningún modo la ofensa de Dios. En sus deliberaciones, sin embargo, no se precipitaba nunca. No quería, en las denuncias hechas contra alguien, que se profiriese sentencia sin haber escuchado antes a las dos partes, o como él decía, sin antes oír las dos campanas. Sin embargo, en la mayoría de los casos no se llegaba a decisiones dolorosas, ya que el que era sordo a la voz de la conciencia, a los paternales avisos de don Bosco y de sus colaboradores, el que no sentía la fuerza del reproche de los compañeros, terminaba por marcharse por sí mismo. Cuando sólo se trataba de sospechas, pero bastante razonables, no se espantaba y buscaba la forma de prevenir el mal que se temía. Entraban a veces en el Oratorio muchachos corrompidos, con falsas ideas en la cabeza, incapaces de sufrir un reglamento, amigos de la juerga, poco preocupados de los asuntos religiosos, gandules y tenidos por peligrosos. La táctica que usaba don Bosco con éstos era la misma que después recomendó siempre a sus directores. La expulsión era lo último a que había que llegar, y sólo después de emplear y resultar vanos todos los demás medios. Lo primero era separarles de los más pequeños e ingenuos, de los que tuvieran semejantes inclinaciones, o fueran conocidos por su debilidad en la virtud, y cercarlos de amigos sinceros y seguros. ((**It4.567**)) Después, no cansarse de avisarles por cualquier falta. La frase que empleaba don Bosco con los asistentes y prefectos, que se lamentaban de la conducta de alguno, era siempre la misma: (**Es4.434**))
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