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((**Es4.350**) Cuando celebraba la santa misa estaba tan bien compuesto, tan concentrado, tan devoto, tan exacto, que edificaba grandemente a los fieles. Pronunciaba las oraciones y las partes de la santa misa, que se deben proferir en alta voz, con gran claridad para que las oyesen todos los asistentes, y con mucha unción. Nunca empleaba más de media hora ni menos de la tercera parte de la hora, de acuerdo con las normas de Benedicto XIV; recomendaba lo mismo a sus sacerdotes. Le gustaba que se distribuyera la comunión a los fieles a continuación de la del sacerdote y no antes o después de la misa, para secundar el espíritu de la Iglesia y uniformarse con el uso de los primeros siglos del cristianismo. Experimentaba un gusto especialísimo en administrar la santa comunión y se le oía pronunciar las palabras con gran fervor de espíritu. No dejaba de celebrar la misa, si no era realmente por gravísima necesidad. Cuando debía emprender un viaje muy de mañana, anticipaba la misa acortando su descanso, o la decía, con gran incomodidad, al llegar a su destino, aun cuando ((**It4.454**)) fuese muy tarde. De cuando en cuando surcaban sus rostro las lágrimas. Quedaba cortado, no sabemos si en éxtasis o a causa de fervores extraordinarios. Sucedió, en alguna ocasión, que, después de la elevación, apareció arrebatado, dando la impresión de que veía a Jesucristo con sus propios ojos. Frecuentemente, en el momento de la consagración, se cambiaba su rostro de color y tomaba tal expresión que parecía un santo, al decir de la gente. Sin embargo, no había en él la más mínima afectación; siempre tranquilo y natural en sus movimientos, no dejaba entrever, particularmente en las iglesias públicas, nada de extraordinario. Pero los fieles, lo mismo en Turín que allí adonde fuere, acudían premurosos en gran número y experimentaban un gran placer en ir, si sabían la hora, para verle celebrar y alcanzar el socorro de sus oraciones. Las personas que gozaban de altar privado, se consideraban afortunadas cuando podían tenerle para celebrar la misa en su casa. Hablaba siempre de la importancia del Santo Sacrificio. Sugería a los suyos por regla, y a los demás como consejo, la asistencia diaria a la misa, recordando las palabras de San Agustín, de que no perecerá de mala muerte el que oye devotamente y con asiduidad la santa misa. Recomendaba, a quienes deseaban alcanzar gracias y recurrían a él, que la hiciesen celebrar, la oyesen y participaran en ella con la frecuente comunión. Decía, además, que el Señor atiende de un modo especial las oraciones bien hechas en el momento de la elevación de la santa hostia. Era exactísimo, al mismo tiempo, en tomar nota de las limosnas (**Es4.350**))
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