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((**Es4.271**) de Sales, aunque muy hábil en la controversia, ganaba más herejes con su dulzura que con la ciencia. La eficacia de una discusión sin dulzura, jamás convirtió a nadie. Más de uno de los presuntuosos a que nos referimos, fue persuadido por don Bosco y volvió a subir a la barca de Pedro. Los así llamados pastores valdenses no tardaron en advertir el celo empleado por don Bosco para reconquistar a la fe católica a los extraviados. Así que algunos de ellos fueron a verle con la esperanza de rebatirle y ((**It4.349**)) alardear públicamente de ello. Pero no lo lograron: no solamente por la solidez de sus razones, sino también porque sabía cortar sus divagaciones, en lo que son verdaderos maestros, ya sea por su ignorancia, ya sea por el arte de imposibilitar la conclusión de una tesis determinada. A veces, don Bosco pasaba, de la argumentación directa y positiva, a la interrogación, particularmente cuando se trataba de la Historia Eclesiástica, de los Concilios y de los Santos Padres. Sus respuestas, sin ton ni son, caían en tales anacronismos que causaban risa. Era, además, muy experto para alcanzar del adversario más culto concesiones cuyas consecuencias no había podido éste prever, con lo que le creaba grandes embarazos y dificultades de los que no podía liberarse. Aquellos señores salían, por tanto, avergonzados. Mientras tanto, seguía difundiendo durante aquel año una nueva edición del opúsculo titulado Avisos a los Católicos, que, con millares de ejemplares, hacía muchísimo bien por todo el Piamonte y particularmente en Turín. Pero, a la par que don Bosco luchaba contra la herejía, acampada tras los muros de Valdocco, los fanáticos valdenses intentaban sembrar la cizaña en el mismísimo Oratorio. Cierto frailecillo franciscano reformado del convento de Santo Tomás de Turín, el padre Vidal Ferrero, hermano de algunos chiquillos que frecuentaban el Oratorio, se había hecho muy amigo de don Bosco. Supo disimular tan bien la maldad de su corazón que don Bosco, creyéndole persona de confianza, le había invitado a comer con él en varias ocasiones. Así que, aquel año de 1852, le encargó el panegírico de San Francisco de Sales en el día de la fiesta. Subió el fraile al púlpito y empezó a hablar en diálogo piamontés, que poseía bastante bien. Comenzó haciendo vivas descripciones. Pintó a San Francisco a pie, rendido, subiendo la montaña ((**It4.350**)) para salvar las almas, remendando, por su mano, las vestiduras rotas y comparándole con otros que van en coche y envían sus ropas al sastre. Al decir otros aludía a los obispos. Presentó después una parábola del águila y la zorra. Estaba el (**Es4.271**))
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