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((**Es4.272**) águila sobre un árbol, y la zorra se arrastraba por el suelo, cubierta de llagas repugnantes, pestilentes: queriendo ésta esconderlas, buscaba cómo ocultarse entre los setos, para mezclarse, luego, con los animales e infectarlos. Pero el águila, que estuvo contemplando durante un rato los pasos engañosos de la zorra, gritó a toda suerte de animales: -íLibraos de la zorra! -Y concluía el infiel predicador: -Hijitos, >>sabéis quién era el águila? íLutero! >>Sabéis quién era la zorra? íLa Iglesia Católica! Ante semejante conclusión, don Bosco, que había estado oyendo sus palabras con inmensa pena, avanzó hacia el púlpito mientras bajaba el fraile y agarrándole por una manga del hábito, le dijo con voz enérgica, de forma que todos los muchachos lo oyeron: -íUsted es indigno de llevar este hábito! Poco tiempo después, salía del convento aquel desgraciado, con permiso de los superiores, so pretexto de asistir a su anciano padre. Pero, al llegar a casa, vestido de sacerdote secular, dejó a su padre en la calle, colgó luego los hábitos, y terminó entregándose al protestantismo, haciendo pública profesión de fe heterodoxa, bajo la guía del pastor valdense Amadeo Bert. Fue enviado a Londres para pervertir a los emigrantes italianos, y murió el mismo año de una cuchillada que le propinó un compatriota. El desgraciado había ido a predicar al Oratorio de acuerdo con los protestantes; pero no supo obrar con sagacidad y se quitó enseguida la piel de cordero. Los muchachos que le oyeron ((**It4.351**)) recordaban cuarenta años más tarde, con todos los pormenores, la impía parábola. Tal fue la impresión que dejó en sus ánimos el relato. Y don Bosco, con gran pena, les había contado la apostasía de aquel infeliz recomendándole a sus oraciones. Con el fracaso del golpe, la herejía se ganó la antipatía de los del Oratorio y don Bosco aprovechó un infeliz acontecimiento para confirmarles en sus buenos propósitos. En 1851 había concedido el Papa un Jubileo Universal. Se podía lucrar fuera de Roma al año siguiente. El teólogo Borel pidió a la Curia en nombre de don Bosco consentimiento para que los muchachos de los Oratorios, asistidos por los sacerdotes que los dirigían, alcanzasen las indulgencias en sus propias capillas. Si se les otorgaba esta providencia, concebía la esperanza de mayores frutos espirituales. El Vicario General, canónigo Felipe Ravina, concedía el 2 de febrero de 1852 la facultad pedida. Las visitas, como se siguió haciendo después en el Oratorio, se efectuaron de acuerdo con el número prescrito, saliendo y entrando procesionalmente en la capilla. (**Es4.272**))
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