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((**Es4.173**) hasta pareció que una de sus costillas había cedido a aquel impulso. Durante los últimos quince años de su vida se añadieron nuevos males a los antiguos. De cuando en cuando le afectaban fiebres miliares, acompañadas de erupciones cutáneas. Se le había formado sobre el hueso sacro una excrecencia de carne viva, del tamaño de una nuez, y al apoyarse sobre ella, lo mismo al sentarse que al echarse en la cama, el cuerpo experimentaba gran dolor. Nunca habló con nadie de esta tribulación, ni buscó cómo librarse de ella manifestándoselo al médico, que habría podido fácilmente remediarlo con un ligero corte; pero no quiso hacerlo por amor a la modestia cristiana. Los que estaban a su alrededor años y años se daban cuenta de que parecía sufrir cuando se sentaba, y habiéndoselo preguntado, él se conformó con responder: -Me encuentro mejor de ((**It4.218**)) pie o paseando. Me molesta estar sentado. Y siguió usando una sencilla silla de madera. Finalmente, durante los últimos cinco años, la debilidad de la espina dorsal le obligó a curvarse bajo el peso de sus cruces. Con tantas incomodidades, otro cualquiera se hubiera comportado como un enfermo o se hubiera abstenido de todo trabajo, pero él no disminuyó su acostumbrado paso de gigante para emprender y acabar sus maravillosas empresas. Cuanto más crecían las dificultades y las enfermedades, más aumentaba él sus ánimos, diciendo: -íDon Bosco hace lo que puede! Y tanto pudo, que las obras de su celo se extendieron por todo el mundo. Y todo esto sin quejarse de sus tribulaciones, sin presentar el menor indicio de impaciencia, de modo que, siempre de buen humor y alegre, parecía gozar de óptima salud. Con su aspecto habitualmente alegre y sonriente, y con sus amenas y edificantes conversaciones infundía valor y alegría a todos los que se le acercaban, y todos quedaban satisfechos. Aún cuando reconocía que la vida era un don de Dios y quisiera vivir mucho tiempo para trabajar a su mayor gloria, sin embargo, pensaba siempre con alegría en el día de la muerte que le abriría las puertas del cielo. Por eso nunca rezó por su propia curación, dejando que lo hicieran los demás como un ejercicio de caridad. Los médicos que iban a casa regularmente a visitar a los enfermos, particularmente el doctor Gribaudo, su compañero de escuela, cuando sabían que estaba muy oprimido y desmejorado, le exhortaban a cuidarse. El, muy rara vez daba importancia a su consejo o se atenía (**Es4.173**))
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