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((**Es4.172**) las cosas, las personas, los sucesos... son más que medios para vivir mortificados. También prohibía a sus muchachos que se entregaran a austeridades demasiado rigurosas y les añadía que a lo mejor el mismo demonio les sugería para sus fines aquellas penitencias extraordinarias. Cuando alguno de sus alumnos o penitentes le pedía permiso para realizar ayunos prolongados, dormir sobre el desnudo suelo, o practicar otras duras mortificaciones, solía conmutárselas por mortificación de los ojos, de la lengua, de la voluntad o por obras de caridad. A lo sumo, les permitía que dejaran la merienda o una parte de la cena. Por lo demás seguía repitiendo: -Mis queridos muchachos: no os recomiendo penitencias y disciplinas, sino trabajo, trabajo, trabajo. Y esta su mortificación continua, laboriosa, tranquila, aparece no sólo como heroica sino casi sobrehumana, al pensar que era víctima de enfermedades que le atormentaron sin tregua durante toda su vida, y que aguantó con fortaleza de santo. Ya a principios de su apostolado esputaba sangre, malestar que se renovaba de cuando en cuando; y por ello los médicos le habían prescrito un paseo diario por encima de todo, porque de otro modo no podía durar muchos años. Desde 1843 empezaron a dolerle los ojos, con un escozor causado por las largas vigilias y el continuo leer, escribir y corregir pruebas de imprenta, mal que fue creciendo lentamente hasta el extremo de perder la visión del ojo derecho. ((**It4.217**)) En el 1846 le corrió por las piernas una ligera hinchazón que aumentó mucho en 1853, produciéndole dolores y extendiéndosele hasta los pies; le fue creciendo de año en año, de tal forma que en los últimos tiempos le era difícil caminar y tuvo que emplear medias de goma. En la imposibilidad de descalzarse por sí solo era menester que alguien le prestara este servicio. Quien le prestó este acto de filial caridad, se maravilló al ver cómo la carne se doblaba sobre el borde de las botas, y no comprendía cómo podría resistir para permanecer tantas horas de pie. Don Bosco solía llamar con gracia a esta hinchazón dolorosa: su cruz de cada día. Al mismo tiempo sufría muy a menudo fuertes dolores de cabeza, tales que le parecía se le ensanchaba el cráneo, como él mismo manifestó en alguna ocasión a don Miguel Rúa; y don Joaquín Berto constató tal ensanchamiento. Padecía también atroces dolores de muelas, que muchas veces duraban varias semanas, y pertinaces insomnios que no le dejaban descansar. Le llegó una palpitación de corazón, que le impedía respirar y (**Es4.172**))
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