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((**Es4.167**) sinceramente católicos; y recomendaba con insistencia a sus alumnos que se liberaran de la inútil curiosidad de leer libros o periódicos que no fuesen provechosos para su propio estado. No tomaba rapé, aun cuando lo necesitara para el mal de ojos y el continuo dolor de cabeza; dolores causados por la sangre que le subían a la cabeza, como consecuencia de sus asiduas y graves ocupaciones. Como el médico se lo había aconsejado, tenía un poquito en una tabaquera microscópica de cartón piedra, que le habían regalado los amigos, en la cual apenas entraban las puntas de los dedos; pero, o se olvidaba de abrirla, o tomaba rara vez alguna pizca. Se conformaba, casi siempre, con acercársela a la nariz para recibir el olor y provocar el estornudo. Lo aprovechaba en las conversaciones y en los viajes para ganarse amigos, como él decía, ofreciéndolo, cuando parecía conveniente, a los compañeros de viaje y abriendo de este modo el camino para entablar conversación; especialmente para decir una buena palabra a personas poco religiosas. Así que, en ocasiones, la tabaquera le sirvió de lazo con el que cazar almas para Dios. Alguna rarísima vez lo ofrecía a alguno de sus muchachos, diciendo: -Toma; esto echa fuera los peores pensamientos. Tan poquito rapé tomaba, que el teólogo Pechenino que se lo regalaba, solíale llenar la tabaquera una sola vez al año. Si algún otro le ofrecía, él, ((**It4.210**)) bromeando, introducía el dedo meñique y aspiraba el pulgar. Mientras tanto recomendaba a sus alumnos no tomar tabaco, sin prescripción médica, y prohibía totalmente a todos el fumar, al extremo de poner esta costumbre como impedimento para ser admitido en el Oratorio y en la Congregación. Nunca olía las flores. Si un muchacho le ofrecía una, la aceptaba y agradecía; y sonriendo se la acercaba a las narices y espiraba sobre ella en vez de aspirar su olor. Después exclamaba: -íOh, qué fragancia, qué agradable perfume despide esta flor! Lo mismo hacía al recibir de manos de personas benévolas el regalo de un ramo de flores para complacer a quien se lo ofrecía; e inmediatamente lo enviaba al altar de la Virgen en la iglesia. Era amante de la limpieza, pero no usaba jabón para lavarse y acostumbraba recomendar a los clérigos, a los sacerdotes y a los coadjutores, que no usaran perfumes, que sólo son buenos para la vanidad. Así tampoco tomaba baños, ni siquiera en lo más cálido del verano y con dificultad se resignó a ello por orden de los médicos. Se privaba de los paseos por simple distracción, aunque le estaban recomendados (**Es4.167**))
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