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((**Es3.350**) sostuviera y defendiese, en especial en lo concerniente a la autoridad y los derechos del Romano Pontífice y de la Iglesia Católica. En vano reclamaron los Obispos. Algunos prohibieron a sus clérigos asistir a los cursos universitarios y graduarse; otros, disimularon y dejaron que sus diocesanos prosiguieran los estudios teológicos y se licenciaran y doctoraran. Don Bosco se inclinaba hacia esta posición y así lo manifestaba al Obispo de Ivrea. Persuadido de que esta ley duraría muchos años, era del parecer de ((**It3.449**)) enviar clérigos o sacerdotes, de probada virtud e ingenio, para obtener títulos, especialmente los necesarios para las diversas ramas de la enseñanza en colegios, liceos y aún en la universidad. Bastaba prepararles y ayudarles para que pudieran esquivar los peligros de pervesión que se temían. Añadía que éste era el único medio para que la Iglesia pudiera influir indirectamente en la instrucción pública: porque, al mermar el número de los actuales maestros de óptima eficacia, vendrían otros a ocupar su puesto, pero inficionados de falsos principios. Actuar de otro modo era, en fin de cuentas, dejar a la juventud en manos de los adversarios. Mientras pensaba tan sensatamente en el porvenir, aumentaba más y más su celo por el Oratorio. Precisamente, para impedir que los muchachos, especialmente los menos asiduos y menos dóciles, perdieran el tiempo durante la semana, en medio de la barahúnda de las plazas, se convenció de que no había medio más eficaz para atraerlos que preocuparse con más diligencia de su instrucción. Amplió, pues, las escuelas nocturnas, llegando a tener más de trescientos alumnos. Redobló sus esfuerzos con insuperable abnegación: pasaba sucesivamente de una a otra clase para que todos trabajaran con fruto y, mientras tanto, elegía y adiestraba a nuevos maestros. Ya no quedaban ni trazas de los antiguos desórdenes. Pero no eran sólo muchachos los que acudían a las clases. Por invitación de don Bosco asistía a ella casi un centenar de adultos, analfabetos, con barba y bigote en su mayoría. Se reunían en una sala aparte; don Bosco mismo comenzó a instruirlos y ellos lo escuchaban con docilidad infantil. Tenía un método particular y curioso para enseñar el alfabeto, acompañándolo con agudezas originales y comparaciones amenas, que alegraban a los alumnos y grababan en su mente las letras que él ((**It3.450**)) escribía en la pizarra. Dibujaba, por ejemplo, una O; partíala después por medio, de arriba abajo: la parte de la izquierda era una C y la de la derecha una D. Y así procedía trazando líneas rectas y curvas, borrando y añadiendo, pero manteniendo (**Es3.350**))
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