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((**Es3.331**) al emperador Fernando I que renunciara al dominio de Lombardía y Venecia, y también por su recomendación, el Rey del Piamonte agregaba a su propio ejército las tropas y voluntarios romanos, a fin de que no fueran tratados como bandoleros por los austríacos. Finalmente había francamente rechazado los proyectos seductores de los que querían hacer de Italia una república, con el Papa a la cabeza, destronando a todos los príncipes italianos, incluido Carlos Alberto. ((**It3.425**)) Don Bosco, sabedor de éstos y otros actos nobilísimos del Papa, no pudo soportar que Gioberti se erigiese casi en maestro y censor de la Suprema Jerarquía. Cuando se trataba de sostener y defender el honor y los derechos del Vicario de Jesucristo, nunca se calló, fuere quien fuere el personaje con quien hablase, sin miedo a las posibles consecuencias de su franqueza. Sostuvo, pues, sin vacilar la causa del Papado, usando los modos corteses que le eran habituales y que no ofendían al adversario. Después de haberse entretenido largo tiempo, se despidieron en buena armonía; pero don Bosco salió pesaroso de la entrevista y volvió al Oratorio, donde le esperaban algunos sacerdotes amigos suyos, ansiosos de escuchar de sus labios la relación del coloquio. Don Bosco les contestó con estas textuales palabras: -íGioberti acabará mal, porque se ha atrevido a censurar la actuación de la Santa Sede! El joven Félix Reviglio y sus compañeros asilados, oyeron esta narración y la conclusión de don Bosco. Pero el hecho digno de nota, consecuencia de esta entrevista, fue que durante el 1848 y 1849 el Oratorio no sufrió molestia alguna a pesar de que no faltaron pretextos a los enemigos del sacerdote para hacer daño, a causa de la irritación ocasionada por las desventuras públicas. Carlos Alberto se retiró a Milán donde intentó hacer frente al enemigo, con lo mejor de su ejército; pero, desguarnecida la plaza y tomada casi por sorpresa, el 4 de agosto se vio obligado a capitular con el general Radetzki, a fin de evitar un inútil derramamiento de sangre. Este acto de prudencia y de buena política, este sentimiento de humanidad no gustó a una turbulenta facción que revolucionó a una parte del pueblo milanés, el cual se agolpó furioso ante el palacio real gritando: -íMuerte al traidor! El animoso príncipe no dudó un momento en asomarse al balcón para ((**It3.426**)) dirigir una palabra amiga a los manifestantes; pero faltó (**Es3.331**))
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