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((**Es3.278**) Apenas tuvo muchachos internos, les hizo tomar parte con los externos en dicho ejercicio, y después los dividió, destinadno a éstos el último domingo del mes, y el primero a los del Oratorio festivo. Les enseñaba la manera de hacerlo con provecho. Exhortábales a disponerlo todo, lo espiritual y lo temporal, como si aquel día debieran presentarse ante el tribunal de Dios y con el pensamiento de una llamada imprevista a la eternidad. Por la noche del día anterior les insistía que reflexionaran cómo habían pasado el mes que terminaba y que a la mañana siguiente se confesaran y comulgaran, como si realmente estuvieran a punto de muerte. Puede que les parezca a los amadores del mundo que el recuerdo de la muerte llenara de funestos pensamientos la fantasía juvenil, y sin embargo, ésta era la razón de su paz y de su alegría. Lo que turba el alma es estar en desgracia de Dios: quitado el pecado, la muerte no da miedo; por eso decía don Bosco: <>. Y el efecto de estas palabras era el que deseaba; tanto más cuanto que los muchachos se sentían arrastrados por su ejemplo. Alguna vez, ((**It3.356**)) para animarlos con la variedad, elegía entre semana lugares fuera del Oratorio para ir a comulgar y recitar las oraciones prescritas, llevándoselos a alguna iglesia en el campo o, cuando aún eran pocos, al oratorio privado de alguna familia devota y bienhechora. A próposito de la muerte, de cuando en cuando, repetíales en la charla de las buenas noches un aviso importantísimo, que además le servía de tema de algunos sermones: <>. Y, con estadísticas en la mano, les hacía ver cuán grande era el número de cristianos que no podían recibir los sacramentos en punto de muerte: les explicaba entonces la naturaleza del dolor perfecto, y les demostraba la facilidad para alcanzarlo, considerando los millones y millones de pecadores (**Es3.278**))
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