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((**Es3.261**) Y Dios premiaba su celo; lo mantenía incólume bajo su santa custodia y le daba autoridad sobre aquellos muchachos de tan poco juicio. Cuando invadían los domingos la zona de Valdocco, salía él a su encuentro, pero prohibía lo mismo a los internos que a los del Oratorio que le siguieran. Los muchachos le contemplaban con temor desde el cercado y los árboles o subidos a las tapias. Le veían sereno en medio de aquel tumulto, ((**It3.332**)) sin que nunca le pasara nada grave y sin contusiones, aunque le diera alguna piedra en la espalda o en las piernas. Generalmente, apenas aparecía, se corría la voz entre los golfos: <<íEstá don Bosco; está don Bosco!>>. Y esto bastaba para que la mayor parte se fuera. Los restantes se acercaban a don Bosco, el cual, con recomendaciones afectuosas, con bromas sutiles y a veces con reproches, procuraba persuadirlos del mal que hacían. Mientras hablaba, las hojas de las navajas, ya abiertas, volvían a sus cachas y entraban con precaución en los bolsillos, para que don Bosco no las viera; los que apretaban una piedra abrían la mano y la dejaban resbalar sobre la pierna para que no hiciera ruido al caer. Y don Bosco lograba reducirlos a sentimientos más mansos, al menos por algunos días. Los guardias, espectadores lejanos de aquellos hechos, afirmaban que sólo don Bosco era capaz de meterse en medio de aquellos terribles alborotos y el único capaz de amansar aquellas indómitas mesnadas. Don Juan Giacomelli contempló, al menos tres veces, la escena de don Bosco avanzando decidido en medio de dos pandillas: una la del círculo Valdocco, que tiraba contra otra más numerosa que se defendía en el espacio donde se ve ahora la fonda de Viú en la calle Cigna. Pero lo que más llamó su atención fue ver que don Bosco, dirigiéndose a unos y otros con aire autoritario, les intimó: -íFuera piedras! Los muchachos, parada la lucha, con la piedra en la mano le miraban indecisos; pero al intimárselo por segunda vez, tiraron las piedras al suelo y se desbandaron. Y muchos domingos, después de hacerles dejar aquel juego brutal, los reunía a su alrededor y los instruía. Y como no lograba, con sus amables invitaciones, convencerlos para que entraran en la iglesia, porque decían ellos bromeando que ((**It3.333**)) les hacía daño el olor de la cera, se sentaba con ellos en medio de los prados. Entonces toda aquella gentecilla, sentada o tumbada sobre la yerba, le rodeaba silenciosa y atenta. Y él, con su rara habilidad, les (**Es3.261**))
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