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((**Es2.418**) y aprendieran, por su cuenta, páginas enteras de la Doctrina Cristiana. Esto le dio un gran resultado; de otro modo los analfabetos mayores hubieran tenido que esperar algunos meses antes de llegar a aprender lo suficiente para poder confesarse y comulgar. La escuela dominical era muy provechosa para muchos, pero no era suficiente: algunos muchachos, duros de caletre, ((**It2.557**)) olvidaban durante la semana lo que habían aprendido el domingo. Para obviar este incoveniente y ayudar más a sus muchachos, don Bosco promovió con todo empeño las escuelas nocturnas diarias, que habían sido suspendidas por algún tiempo, porque el teólogo Borel y don Cafasso no se resignaron a que secundara los impulsos de su caridad, debido a su endeble salud. Las nuevas clases produjeron inmediatamente dos buenos efectos, hijos de su celo y energía: animaron a los jóvenes a asistir con puntualidad para aprender bien a leer y escribir, de lo que ellos mismos empezaban a sentir gran necesidad, y adquirir muchos otros conocimientos útiles; al mismo tiempo, proporcionaron a don Bosco mayor oportunidad para tenerlos alejados de los peligros en las horas de la noche, para instruirles más en religión, para encaminarlos a Dios y hacerlos buenos cristianos, que era el fin principal de sus fatigas. En efecto, así podía explicarles el catecismo con más facilidad y provecho, puesto que antes habían ellos estudiado y aprendido de memoria por sí mismos las verdades de la fe, y, a la par, podía prepararlos contra la libertad que los nuevos tiempos concedían a la herejía y, en general, al mal obrar. Entretanto don Bosco ideaba y preparaba unos desafíos o especie de certámenes catequísticos, para entusiarmarlos por la doctrina cristiana; los adiestraba para estos ejercicios con preguntas y explicaciones, les prometía premios y les proporcionaba los estímulos que él sabía deseaban. Pero don Bosco estaba muy solo para semejante empresa; no podía contar para las clases con los numerosos sacerdotes que le ayudaban a sostener el Oratorio. Don Cafasso había animado a alguno de sus alumnos, don Cresto entre ellos, para ir a Valdocco a enseñar catecismo; éstos eran puntuales para llegar a tiempo, ((**It2.558**)) pero tenían que volver a la Residencia Sacerdotal a la hora establecida, antes de ponerse el sol. Don Bosco invitó a otros sacerdotes de la ciudad que aceptaron ir a trabajar en aquella viña del Señor. Así se ganó al Canónigo Marengo, más tarde célebre profesor de Teología en la Universidad de Turín, y que ya no abandonó el Oratorio. Estos beneméritos eclesiásticos le ayudaban los domingos; confesaban, predicaban, enseñaban catecismo a los mayores, y celebraban la (**Es2.418**))
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