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((**Es2.382**) del altar y de la sacristía y hasta el órgano que había tocado sólo sin organista. Y algunos, al encontrarse con don Bosco, no dudaban en burlarse de él, tachándole de hipócrita. Pero don Bosco, siempre tranquilo, callaba hasta escampar el chaparrón de aquel indiscreto celo, o bien exponía sus razones en pocas palabras a quien quería escucharle. Era siempre el mismo, frente a la alabanza o frente al reproche, ante el aplauso o ante el desprecio, sabía disimular la mordacidad ajena, o trataba de excusarla. <>1. En esto se reconocía al verdadero discípulo de Jesús. La mortificación interna y externa fue su cotidiano hacer. Un dia hablaba con su párroco, el teólogo Cinzano, sobre las amarguras que frecuentemente entristecen a las almas justas deseosas de perfección. En el curso del diálogo llegaron a la mortificación cristiana, representada en el Evangelio por la cruz; hacían resaltar cómo en la cruz está principalmente nuestro yo, nuestras pasiones, el afán de vencer las malas inclinaciones de nuestra naturaleza y el necesario sufrimiento para triunfar en estas luchas espirituales. Don Bosco, que sabía de memoria y había meditado todo el Nuevo Testamento, concluyó: <((**It2.511**)) Al llegar a este punto, le interrumpió el teólogo Cinzano: -<>. Y don Bosco añadió: -<>. El buen párroco, que era muy versado en las ciencias sagradas, no se había fijado en este versículo, y hablando después con los amigos, ponía de relieve el estudio minucioso que don Bosco había hecho de las Sagradas Escrituras y cómo cumplía sus preceptos y consejos, especialmente sobreponiéndose a su temperamento fogoso y sensibilísimo. Don Cinzano repitió muchas veces este magnífico testimonio de su querido alumno. 1 I Cor. XIII, 7. (**Es2.382**))
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