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((**Es2.281**) muestras externas de arrepentimiento y tenía un aire de extraña frialdad y casi displicencia. Llegaron a la plaza donde se levantaban las horcas: aquello era un hormiguero de gente que iba y venía; a cierto punto el gentío, que se apretaba entre empujones, impedía el paso del tercer carro en el que iba don Bosco, mientras los otros dos habían llegado sin dificultad al pie del patíbulo. El carretero no sabía por donde tirar, porque mucha gente estaba de espaldas, ansiosa de ver la ejecución de los dos primeros condenados. En vano gritaban el carretero y los guardias; para ir más aprisa había que atropellar a las personas. Por fin lograron abrirse paso, pero muchos de los que iban a los lados o detrás intentaban adelantarse al carro aprovechando el momentáneo paso abierto. El condenado, al ver aquel gentío gritó con fría y sardónica risa a la turba: -Buena gente, a qué tanta prisa? Si no estoy yo, falta el personaje principal de la escena, y mientras yo esté aquí podéis estar seguros de que no acaba la fiesta. Después de casi media hora de fatigas, pudo llegar el carro hasta los pies del cadalso: los dos primeros habían sido ya ejecutados: el joven pendía colgado de la soga. El desdichado padre fue llevado bajo la horca; pero cuando subió al fatal escabel, los ojos de don Bosco se nublaron, perdió el equilibrio y ya no vio más. Don Cafasso, que estaba a su lado, lo sostuvo, de modo que no llegó a caer, y lo entregó al otro sacerdote, mientras él se apresuraba a dar la última absolución a la pobre víctima, a la que ya quitaban el banquillo de los pies. Cuando don Bosco se repuso, todo había acabado. Acompañó con don Cafasso los cadáveres hasta la capilla de la compañía de la Misericordia y asistió después a la misa de Réquiem. Desde aquel día ya no se atrevió don Cafasso a invitarlo para asistir a la horca. Pero don Bosco continuó todavía durante varios años consolando y confesando en la cárcel a los condenados a muerte. Contaba el canónigo Picca que, siendo él todavía seminarista, fue con don Bosco a visitar a tres de esos delincuentes, Magone, Guercio y Violino, que fueron ahorcados en el Rondó de Valdocco, lugar grandísimo, rodeado de árboles gigantescos, de donde partían una calle y tres hermosos y anchísimos paseos. Allí, a campo abierto, se plantaba la horca hasta el 1852, a poco más de cien metros de la vivienda de don Bosco. Esto representó para él un gran tormento: tener que oír, durante nueve años, el murmullo de los innumerables espectadores, los cantos fúnebres de la llegada del cortejo, y, luego, el profundo silencio, el redoble de los tambores, los cantos en sufragio de los difuntos y, por fin, las voces de la gente que salía por ((**It2.371**)) (**Es2.281**))
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