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((**Es2.216**) alemán; pero sucede con las lenguas extranjeras, que si no se practican, a la larga se olvidan por completo. Intenté una vez hace algún tiempo, hablar con tres obispos alemanes, hospedados en el Colegio Irlandés de Roma; pero yo disparataba y ellos no me entendían. Los obispos, por su parte, hablaban a prisa y yo no entendía nada. Tuvimos que hablar en latín: entonces, a pesar de los muchos disparates, podíamos entendernos. Porque en latín, cuando se trata de cuestiones científicas, resulta fácil hablarlo bien, pues se le tiene por la mano; pero, el que quiera hablar en latín una conversación familiar, por ejemplo, de los cubiertos para la mesa, de las cosas de cocina, de los instrumentos para las artes y oficios, de los objetos del dormitorio, de aseo, etc., se encuentra uno muy apurado. Hubo con todo un experto sacerdote que escribió en buen latín un tratado De Grillis capiendis... (El arte de cazar grillos). A estas palabras estallaron los muchachos con una sonora carcajada. Los dejó terminar y siguió diciendo: -Sin embargo, hablando en serio, os diré que, cuando tengáis ocasión y posibilidades, os dediquéis a estudiar lenguas. Con cada lengua que se aprende se derriba una barrera entre nosotros y millones de hermanos nuestros de otras naciones, y se adquiere capacidad para hacer el bien a algunos y, a veces a gran número de ellos. He confesado a muchos en latín y en francés. Hasta el griego me sirvió en una ocasión para entender en el hospital del Cottolengo la confesión de un católico oriental. íAh, si pudiéramos alcanzar con nuestra caridad al mundo entero para llevarlo a la Santa Iglesia y a Dios! Mientras tanto, se tuvo el catecismo cuaresmal, a diario, en el Refugio para preparar a los niños y a los muchachos mayores al cumplimiento del precepto ((**It2.280**)) pascual y a las primeras comuniones. Pero, como creció extraordinariamente el número y faltaban locales, don Bosco y el teólogo Borel pensaron en buscar un edificio, donde instalar algunas clases con sus respectivos catequistas. Al norte del Refugio, a la orilla derecha del Dora, estaba la iglesia de la Santa Cruz, con un atrio y un hermoso patio. Es conocido vulgarmente este sagrado lugar por el cementerio de San Pedro ad Víncula, porque en él se enterraba a los difuntos antes de haber edificado el nuevo camposanto general: allí estaban las tumbas de distinguidas y nobles familias. Parece que el teólogo Borel, con la simple autorización del cura de San Simón y San Judas y el asentimiento del Capellán, llevó allí un buen número de jóvenes, a los que explicó el catecismo hasta el comienzo de la Semana Santa. Los catequistas estaban (**Es2.216**))
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