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((**Es18.664**) y hay muchos miles en todas las Repúblicas enumeradas. Argentina y Chile comprenden la Patagonia, la Tierra del Fuego e innumerables islas, que forman los últimos confines de la tierra hacia el polo antártico. Y allí precisamente, entre vastos desiertos, entre gargantas de altísimas montañas, a orillas de profundos y vertiginosos ríos, vagan, como rebaños, numerosas familias de pobres indígenas, faltos de todo bien espiritual, material y civil. Pues bien, en medio de aquellas lejanas e infelicísimas gentes se encuentran y trabajan con éxito los misioneros salesianos. Les costó el establecerse allí sudores y fatigas, naufragios, caídas, extravios, hambre, sed y muchos otros peligros de vida. A pesar de ello, están contentos de haber logrado en parte su intento. Fundaron ya diversas estaciones, como son, por ejemplo, las de Norquín, Santa Cruz, Punta Arenas, y están planeando establecer otras en los puntos más importantes de Tierra del Fuego y las islas Malvinas. Tienen la gran satisfacción de que la gente y sus jefes o caciques están bien dispuestos a abrazar la religión cristiana y hacen esperar que no esté lejano el día en que aquellas tierras florezcan como ricos jardines de la Iglesia católica. Pero hay que hacer una seria reflexión y es ésta: los misioneros necesitan en aquellas tierras muchas cosas indispensables para el ejercicio del sagrado ministerio, y otras necesarias para los mismos salvajes, ya sea para convertirlos y mantenerlos en la fe, ya sea para conducirlos a la vida civilizada. Con este fin se requieren capillas, donde recogerlos e instruirlos, no sólo con la palabra, sino con los sagrados ritos y las ceremonias católicas; se requieren ornamentos para la celebración de los divinos ((**It18.787**)) Misterios y para la administración de los santos Sacramentos. Se necesitan vestidos con que cubrirlos decentemente para una vida moral y civilizada, y edificaciones para albergar a niñas y niños abandonados en el desierto e instruirlos a su tiempo y hacerlos cristianos y prepararlos para ayudar a los misioneros a la civilización de sus paisanos; se necesitan, en fin, instrumentos para la agricultura, para el aprendizaje y práctica de artes y oficios, etc. Ahora bien, dado que no se encuentra nada de esto en aquellas inhóspitas tierras, imagínese lo que cuesta enviar y hacer llegar hasta allí los objetos necesarios para estas necesidades y empezar y mantener una Misión. Don Bosco y los Salesianos lo saben por experiencia y hablan de ello con la más profunda convicción. Así expuestas estas cosas, debo señalar ahora un punto muy importante. Véalo V. S. y, en su bondad, dígnese tomarlo con interés: Sin el concurso y la caridad de los fieles, don Bosco y los Salesianos no pueden sostener sus misiones, y tendrán que abandonarlas, como ya lo hicieron misioneros de otras Congregaciones. Le aseguro que, sólo al pensarlo, siento una profunda aflicción. Espero que el Señor, en su misericordia, no querrá afligir los últimos días de mi vida con un desastre semejante; más aún, confío que, durante mi vida y después de mi descenso al sepulcro, los misioneros salesianos podrán seguir en su puesto, alegrar a la Iglesia con nuevos hijos, y ayudar también a los gobiernos civiles con ciudadanos juiciosos. Pero esta confianza, después de Dios, la apoyo en la bondad de mis Cooperadores y Cooperadoras, entre los cuales celebro contar a V. S. benemérita. Si todos los que tienen conmigo alguna relación, se dignan aportar el óbolo de su caridad, podré enviar dentro de poco a los misioneros salesianos todo lo necesario para mantener sus obras, ayudar su celo, animarles a llevar sus tiendas y desplegar el estandarte de la cruz hasta en los últimos confines del mundo. Con esta confianza me atrevo también a enviar en estos días un grupo de Salesianos a Quito, capital de la República del Ecuador, donde residen todavía, en la vertiente (**Es18.664**))
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