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((**Es18.120**) Capítulo, que lo recibió en corporación con la solemnidad del ceremonial episcopal, don Bosco habló, y fue más bien largo, al numeroso auditorio, mostrando cómo su obra respondía a la necesidad de los tiempos. A continuación, se hizo la colecta de costumbre. Después de la misa, cuando cruzaba a pie la plaza llena de gente y se dirigía a la casa rectoral, he aquí que un anciano encanecido se abrió paso entre la multitud, se acercó a él, cayó de rodillas y le suplicó que lo bendijera. Toda la ciudad le conocía y veneraba: era el señor Pablo Lamache, uno de los siete que instituyeron con Ozanam, en París el año 1833, la sociedad de San Vicente de Paúl, más conocida con el nombre de Conferencias. Se había establecido en su vejez en Grenoble y tenía a su mujer gravemente enferma; la pobre ya no podía ingerir ninguna clase de alimento y los médicos no daban ninguna esperanza. El marido, hombre de fe, al saber que don Bosco estaba allí, iba a intentar la última prueba. Don Bosco, después de oír su descorazonada súplica, se recogió un instante en sí mismo, como si consultase con Dios, y le dijo: -Haga por los pobres algo que le cueste sacrificio. >>No tienen sus hijas alhajas de familia de las que estén enamoradas? -Sí que las tienen, respondió. -Pues que las ofrezcan, siguió diciendo don Bosco, a María Auxiliadora en favor de las obras salesianas. La privación era muy dura; sin embargo, pocos días después aquellos tesoros familiares emprendían el camino de Turín. Cuando don Bosco los recibió, le hizo telegrafiar: <((**It18.131**)) si es útil a la salvación eterna>>. El resultado fue que la señora Lamache curó y vivió todavía veinte años más. Acudieron a la casa del párroco los miembros de la Sociedad de San Vicente para saludarle y recibir su bendición. Fue después a visitar a una bienhechora y se quedó allí para dar audiencia a muchas personas. Fue a comer con los seminaristas, a la casa de campo del seminario, fuera de la ciudad. A la vuelta, pasó por las religiosas del Sagrado Corazón de Jesús; después, retiróse a su residencia y siguió recibiendo, hasta muy tarde, a los que quisieron hablar con él. A la hora de la lectura espiritual que precedía a la cena, como ya no se permitía la entrada de personas extrañas, unióse a los seminaristas para participar en el piadoso ejercicio; pero aquel día quedó suplida la lectura por una exhortación de don Miguel Rúa. Este habló sobre el amor que Dios nos tiene. Escribe uno de los presentes: <(**Es18.120**))
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