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((**Es17.83**) -Yo no soy profeta... En cambio lo sois algo vosotros los periodistas; por tanto, mejor sería preguntaros a vosotros qué sucederá. Nadie, excepto Dios, conoce el porvenir; sin embargo, de tejas abajo, puede creerse que el porvenir será grave. Dice un poeta latino que son inútiles los esfuerzos por volver a subir, cuando uno marcha por la pendiente de un despeñadero y va desplomándose inevitablemente hacia abajo hasta llegar al fondo. Mis previsiones son muy tristes, pero no temo nada. Dios salvará siempre a su Iglesia y la Santísima Virgen, que protege visiblemente al mundo contemporáneo, sabrá muy bien hacer que surjan redentores. -íUno de éstos es cabalmente usted, don Bosco!, exclamó concluyendo aquel señor. Otro caso gracioso, análogo a los anteriormente narrados, le acaeció también entonces a don Bosco en Roma. Un acreedor, con una letra de cambio que vencía, acosaba a don Francisco Dalmazzo para que le pagase una deuda de quinientas liras. Don Francisco Dalmazzo repetía sin cesar que no tenía un céntimo en caja; el otro insistía y levantaba la voz, diciéndole que hiciera un préstamo, ((**It17.87**)) pero que él no saldría de allí mientras no tuviera en sus manos aquella cantidad. Rogábale en vano don Francisco Dalmazzo que no chillara tanto, pero, aun sabiendo que don Bosco no tenía dinero, se había llevado él todo por la mañana, entró en su habitación para pedirle consejo. En aquel momento, se encontraba con el Santo la familia Migone, natural de Bordighera. Don Francisco Dalmazzo entró precisamente cuando la señora entregaba a don Bosco como limosna un billete de quinientas liras. El Siervo de Dios oyó el caso y no hizo más que pasar sonriendo a sus manos aquella cantidad. La buena señora quedó profundamente emocionada al verse convertida de aquel modo en instrumento de la Providencia. Es también curioso otro incidente. La señora de Fontenay, una prima suya y la hija de ésta eran las más asiduas en ir a ver a don Bosco; durante tres semanas fueron todos los días. Una vez la prima perdió el portamonedas en el que llevaba una buena cantidad de monedas de oro. Se lo estaba contando a don Bosco y se le ocurrió decirle que él podría hacer que lo encontrara, en cuyo caso aquel dinero sería para sus muchachos. Sonrió el Santo y no contestó. Salieron ellas y quisieron volver a tomar el coche de antes para ir a San Pedro; pero el cochero rehusaba llevarlas tan lejos, porque el caballo estaba muy cansado. Mientras discutían se acercó a galope otro cochero con su carruaje y gritó: -Dejen en paz a ese gruñón; yo las llevaré adonde quieran.(**Es17.83**))
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