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((**Es16.503**) del hospital fue trasladado al convento; se acostó y, aunque fue muy larga la enfermedad, sin embargo, ya no se levantó, y lo llevó a la tumba. Es propio de quien se encuentra con el alma manchada por alguna culpa que, al aproximarse el momento de la muerte, se agite, tenga miedo, tiemble e incluso tenga arrebatos de desesperación; no sucede lo mismo a las almas buenas; ellas, cuando se acerca la hora de la muerte, se alegran, porque van con júbilo a ver a Aquel a quien tanto han amado, alabado y servido. Así le sucedió a Luis. Estaba tan seguro de ir a la posesión del paraíso, del que estaba enamorado, que repetía a quien le visitaba: -Ya nos vamos. Le preguntaban: ->>Adónde? Y contestaba: -Al paraíso. Y cuanto más arreciaba el mal, tanto más sereno, más jovial y más alegre se mostraba; y, con mayores transportes de alegría, exclamaba: -Nos vamos al paraíso. Próximo a morir, quiso una vez más dar una muestra del entrañable deseo que tenía de padecer por Jesucristo. Un día que había ido a visitarle el Padre provincial, le dijo: -Padre, una gracia os pido y es que me permitáis disciplinarme una vez más antes de mi muerte. Quedó pasmado el provincial ante aquella petición y contestó: -Querido hijo, no podríais daros golpes en el estado en que estáis. Replicó Luis: -Azóteme, pues, otro de pies a cabeza. Tampoco esto le fue concedido, pues hubiera sido darle muerte al momento. -Por lo menos, siguió replicando Luis con más vivas instancias, pónganme en el desnudo suelo para morir como murió Jesucristo sobre la cruz. ((**It16.612**)) Ya había recibido los últimos sacramentos, se encontraba próximo a expirar: tenía los ojos clavados en el Crucifijo que le habían puesto delante. De pronto, sacó la mano y, llevándola a la cabeza, quitóse el gorro de tela que llevaba puesto; en seguida se lo volvieron a poner, mas él, con un nuevo esfuerzo, quiso quitárselo. -No, hermano Luis, no, suplicó el provincial, el aire de la noche os dañaría. Y Luis, señalando con los ojos el Crucifijo contestó: -Jesucristo, al morir, no tenía nada en la cabeza. Al oír aquellas palabras, al ver aquel deseo de padecer en una alma tan pura e inocente, todos se enternecieron y conmovieron hasta las lágrimas. -íAh, Luis!... Luis, basta de sufrir; vete ya al cielo, que la tierra no es digna de poseerte; estás colmado de méritos, el paraíso está abierto para tí, tu Jesús está ansioso por abrazarte amorosamente; los ángeles y todos los bienaventurados del cielo te tienen preparada una corona de gloria inmortal; vete, pues, a posesionarte de ella. Eran aproximadamente las tres de la noche del día de hoy y Luis, sin alterarse la serenidad de su rostro, sin hacer el más mínimo movimiento o esfuerzo, llegaba a la suspirada meta. Se vio cómo su rostro se cubría de frío sudor, que indicaba su última agonía; lloraban gimiendo los presentes y el dolor les impedía hablar, y Luis, con el corazón elevado a Dios y diciendo aquellas palabras: In manus tuas, Domine, commendo spiritum meum, Señor, en tus manos encomiendo mi alma; pronunciando los santísimos nombres de Jesús y de María, abriendo los labios a una dulce sonrisa, como quien ve un risueño y consolador espectáculo, como si dulcemente se durmiese, entregó el alma a su Señor. (Tenía veintitrés años, tres meses y once días; era el año 1591). No sigamos más, parémonos aquí; no porque no pueda decirse más de Luis; sino (**Es16.503**))
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