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((**Es16.502**) hasta él, que se encontraba en cama víctima de la gota, y, cayendo de rodillas ante él, le dijo con mucha seriedad y eficacia: -Señor y padre mío, me pongo en vuestras manos; haced de mí lo que os plazca. Os aseguro que Dios me quiere en la Compañía de Jesús y que, si vos os resistís a ello, estáis resistiendo a la segura voluntad de Dios. Y sin decir más, sin aguardar contestación, salió de la habitación. Aquellas palabras hirieron en lo más vivo al marqués, su padre, el cual, pensando en las duras pruebas a las que había sometido a Luis y no queriendo resistir a la manifiesta voluntad de Dios; y sintiendo, por otra parte, privarse de un hijo tan querido, de una joya tan preciosa, se emocionó, se enterneció y se echó a llorar a lágrima viva. Cuando se calmó un poco, mandó llamar a Luis y, así que llegó, le habló de esta manera: -Hijo mío, me has dado una puñalada en el corazón; siempre te he querido y te quiero, me duele inmensamente dejarte marchar de este nido paterno; pero, ya que el Señor te llama a otra parte, vete en hora buena; el Señor esté contigo, bendígate el cielo, yo te bendigo, vete en paz. Quería decirle más cosas, pero rompió a llorar de tal modo que ya no pudo hablar. Y Luis, como tierna avecilla, que, roto el hilo que le tenía atada, emprende alegre el vuelo de la libertad, así, dichoso con el permiso obtenido, despachó algunos asuntos de familia, renunció al marquesado, dio la última despedida a los parientes y, como un guerrero, se fue a Roma para enrolarse en la Compañía de Jesús el día 3 de noviembre de 1585, a los diecisiete años de edad. Siento mucho que el tiempo no nos permita hacer siquiera una breve reseña de los actos virtuosos que hizo Luis en la vida religiosa; bástenos saber que llegó a tan alto grado de amor de Dios que, a veces, al pasar ante el Santísimo Sacramento, se sentía forzado a detenerse y se veía obligado a gritar a Jesús: -Dejadme, Señor, dejad que me vaya adonde me llame la obediencia: recede a me, recede a me. Con ello se ve que Luis ya no tenía nada de mundano en su corazón y era todo de Dios, era un santo, un ángel, un serafín rebosando amor divino. Una sola cosa le faltaba a Luis y era lo que deseaba, la palma del martirio; no pudo ir a buscarla lejos ((**It16.611**)) en las misiones extranjeras; pero se la encontró, porque así lo quiso Dios, en lugares próximos a su residencia: no fue un martirio de sangre, sino de caridad. El año 1590 se declaró en Roma una peste atroz, que arrastró al sepulcro una enorme cantidad de hombres. Rebosó Luis de alegría y, como le había sido revelada la hora de su próxima muerte, pensó que era una buena oportunidad, dar un último desahogo a su caridad, entregando la misma vida en favor de su prójimo. Era hermoso ver, dice el biógrafo de su vida, a un joven príncipe en la flor de la edad, colgarse al cuello las alforjas y dar vueltas por la ciudad, yendo de puerta en puerta en busca de limosnas para los pobres enfermos; penetrar después en los hospitales y, alegre e inflamado en santo amor de Dios, acercarse a los desgraciados apestados, que aquí y allí yacían o caían muertos, prestarse para lavarlos, vestirlos, hacerles la cama, acostarlos, darles de comer, ayudarlos, consolarlos lo mismo en lo que se refería el alma que al cuerpo; buscar a los más míseros y repugnantes para desahogar más su caridad. íQué caridad más grande, la suya! íQué virtud la de Luis! >>Qué más podía hacer? Lo hizo mucho tiempo y habría seguido haciéndolo, si Dios no le hubiese visto ya bastante digno para poseerle y que no le faltaba para llegar a ser un ángel más que separarse del cuerpo; y así fue. Más de una vez había Dios revelado a Luis su próxima muerte, y había llegado ya el momento. No se concedía descanso en el servicio a los apestados; donde el peligro era más inminente allí acudía con más ardor, hasta que fue acometido por la peste; (**Es16.502**))
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