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((**Es16.370**) ello. El corazón de padre, que debemos tener, condena esta manera de actuar. Consideremos como hijos nuestros a aquéllos sobre los cuales hemos de ejercer alguna autoridad. Pongámonos casi a su servicio, como Jesús, que vino a obedecer y no a mandar, avergonzándonos de cuanto pudiera tener en nosotros el aire de dominadores; y no los dominemos más que para servirlos con mayor gusto. Así hacía Jesús con sus Apóstoles, tolerando su ignorancia y rudeza, su poca fidelidad y tratando a los pecadores con una ((**It16.443**)) llaneza y familiaridad como para despertar estupor en unos, casi el escándalo en otros, y, en muchos, la santa esperanza de obtener el perdón de Dios. Por eso, nos dijo que aprendiéramos de El a ser mansos y humildes de corazón. Desde el momento en que son nuestros hijos, alejemos toda cólera cuando tenemos que corregir sus faltas, o al menos moderémosla de manera que parezca totalmente dominada. Ninguna agitación del ánimo, ningún desprecio en la mirada, ninguna injuria en los labios; sólo compasión para el momento y esperanza para el porvenir; así seréis verdaderos padres y lograréis una verdadera corrección. En ciertos momentos muy graves, aprovecha más una recomendación a Dios, un acto de humildad ante El, que toda una tempestad de palabras, que, si por un lado no producen más que daño en quien las oye, por otro, no acarrean ningún provecho a quien las merece. Recordemos a nuestro divino Salvador, que perdonó a la ciudad, que no quiso recibirle dentro de sus murallas, a pesar de las insinuaciones, por su honor humillado, de aquellos dos celosos Apóstoles suyos, que de buena gana habrían querido verla fulminar en justo castigo. El Espíritu Santo nos recomienda esta calma con aquellas sublimes palabras de David: Irascímini et nolite peccare. Y, si a menudo vemos que fracasa nuestra labor, y que nuestro trabajo sólo produce abrojos y espinas, creedme, hijos míos, debemos achacarlo al defectuoso sistema de disciplina. No creo oportuno recordaros extensamente la solemne y práctica lección, que un día quiso Dios dar a su profeta Elías, que tenía un no sé qué de común con algunos de nosotros, en el ardor por la causa de Dios y en el celo inconsiderado por reprimir los escándalos, que veía propagarse en la casa de Israel. Vuestros superiores os lo podrán referir por extenso, tal y como se lee en el libro de los Reyes; yo me limito a la última expresión, que viene como anillo al dedo en nuestro caso, y es: Non in commotione Dominus (I Re., XIX, 11), y que santa Teresa interpretaba: Nada te turbe. Nuestro querido y manso san Francisco, lo sabéis, se había impuesto una severa regla, a saber, que su lengua no hablaría cuando el corazón estuviese agitado. En efecto, solía decir: <>de qué sirve hablar a quien no entiende?>>. Cuando un día le reprocharon haber tratado con excesiva dulzura a un jovencito, que se había hecho culpable por una falta grave contra su madre, dijo: Este joven no era capaz de aprovechar mis amonestaciones, porque la mala disposición de su corazón le había quitado la razón y el juicio; una áspera corrección no le hubiera aprovechado a él, y hubiera sido perjudicial para mi, haciéndome sufrir lo de aquellos que se ahogan por querer salvar a otros. Estas palabras ((**It16.444**)) de nuestro Patrono, digno de admiración, manso y sabio educador de corazones, os las he querido subrayar para que llamen más vuestra atención y para que las podáis grabar más fácilmente en la memoria. En ciertos casos, puede aprovechar hablar en presencia del culpable con otra persona sobre la desgracia de los que pierden la razón y el juicio hasta obligar a que se los tenga que castigar; también es eficaz suspender las señales ordinarias de confianza y amistad hasta advertir(**Es16.370**))
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