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((**Es12.304**) -Haec est victoria vestra, quae vincit mundum, fides vestra. (Esta es vuestra victoria, la que vence al mundo, vuestra fe). Al oír tales palabras, aquella multitud de fieras espantadas se dio a una precipitada fuga y desapareció. Nosotros quedamos libres, a salvo, victoriosos en aquella sala inmensa del refectorio, siempre iluminada por la luz viva que emanaba de la Virgen. Entonces me fijé con toda atención en los que llevaban el escudo. Eran muchos millares. Entre otros vi a don Victor Alasonatti, a don Domingo Ruffino, a mi hermano José, al Hermano de las Escuelas Cristianas, los cuales habían combatido con nosotros. Pero las miradas de todos los jóvenes no podían apartarse de la Santísima Virgen. Ella entonó un cántico de acción de gracias, que despertaba en nosotros nuevos sentimientos de alegría y nuevos éxtasis indescriptibles. No sé si en el Paraíso se puede oír algo superior. Pero nuestra alegría se vio turbada de improviso por gritos y gemidos desgarradores mezclados con rugidos de fieras. Parecía como si nuestros ((**It12.354**)) jóvenes hubiesen sido asaltados por aquellos animales, que poco antes habíamos visto huir de aquel lugar. Yo quise salir fuera inmediatamente para ver lo que sucedía y prestar auxilio a mis hijos; pero no lo podía hacer porque los jóvenes estaban en la puerta por la que yo tenía que pasar y no me dejaban salir en manera alguna. Yo hacía toda clase de esfuerzos por librarme de ellos, diciéndoles: -Pero dejadme ir en auxilio de los que gritan. Quiero ver a mis jóvenes y, si ellos sufren algún daño o están en peligro de muerte, quiero morir con ellos. Quiero ir aunque me cueste la vida. Y escapándome de sus manos me encontré inmediatamente debajo de los pórticos. Y íqué espectáculo más horrible! El patio estaba cubierto de muertos, de moribundos y de heridos. Los jóvenes, llenos de espanto, intentaban huir hacia una y otra parte perseguidos por aquellos monstruos que les clavaban los dientes en sus cuerpos, dejándoles cubiertos de heridas. A cada momento había jóvenes que caían y morían, lanzando los ayes más dolorosos. Pero quien hacía la más espantosa mortandad era aquel oso que había sido el primero en aparecer en el patio de los aprendices. Con sus colmillos, semejantes a dos tajantes espadas, traspasaba el pecho de los jóvenes de derecha a izquierda y de izquierda a derecha y sus víctimas, con las dos heridas en el corazón, caían inmediatamente muertas. Yo me puse a gritar resueltamente: -íAnimo, mis queridos jóvenes! Muchos se refugiaron junto a mí. Pero el oso, al verme, corrió a mi encuentro. Yo, haciéndome el valiente, avancé unos pasos hacia él. Entretanto algunos jóvenes de los que estaban en el refectorio y que habían vencido ya a las bestias, salieron y se unieron a mí. Aquel príncipe de los demonios se arrojó contra mí y contra ellos, pero no nos pudo herir porque estábamos defendidos por los escudos. Ni siquiera llegó a tocarnos, porque a la vista de los llegados, como espantado y lleno de respeto, huía hacia atrás. Entonces fue cuando, mirando con fijeza aquellos sus dos largos colmillos en forma de espada, vi escritas dos palabras en gruesos caracteres. Sobre uno se leía: Otium; y sobre el otro: Gula. Quedé estupefacto y me decía para mí: ->>Es posible que en nuestra casa, donde todos están tan ocupados, donde hay (**Es12.304**))
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