Regresar a Página Principal de Memorias Biográficas


((**Es12.303**) -Súrgite! Y nos pusimos todos de pie y sentimos que una fuerza sobrenatural nos elevaba sensiblemente sobre la tierra y subimos, no sabría precisar cuánto, pero puedo asegurar que todos nos encontrábamos muy alto. Tampoco sabría decir dónde descansaban nuestros pies. Recuerdo que yo estaba agarrado a la cortina o al repecho de una ventana. Los jóvenes se sujetaban, unos a las puertas, otros a las ventanas; quién se agarraba acá, quién allá; quién a unos garfios de hierro, quién a unos gruesos clavos, quién a la cornisa de la bóveda. Todos estábamos en el aire y yo me sentía maravillado de que no cayésemos al suelo. Y he aquí que el monstruo que habíamos visto en el patio, penetró en la sala seguido de una innumerable cantidad de fieras de diversas clases, todas dispuestas al ataque. Corrían de acá para allá por el comedor, lanzaban horribles rugidos, parecían deseosas de combatir y que de un momento a otro se habían de lanzar de un salto sobre nosotros. Pero por entonces nada intentaron. Nos miraban, levantaban el hocico y mostraban sus ojos inyectados en sangre. Nosotros lo contemplábamos todo desde arriba, y yo, muy agarradito a aquella ventana, me decía: -Si me cayese, íqué horrible destrozo harían de mi persona! Mientras continuábamos en aquella extraña postura, salió una voz de la imagen de la Virgen que cantaba las palabras de San Pablo: -Sumite ergo scutum fidei inexpugnabile. (Embrazad, pues, el escudo de la fe inexpugnable). Era un canto tan armonioso, tan acorde, de tan sublime melodía, que nosotros estábamos como extáticos. Se percibían todas las notas desde la más grave a la más alta y parecía como si cien voces cantasen al unísono. Nosotros escuchábamos aquel canto de paraíso, cuando vimos partir de los flancos de la Virgen numerosos jovencitos que habían bajado del ((**It12.353**)) cielo. Se acercaron a nosotros llevando escudos en sus manos y colocaban uno sobre el corazón de cada uno de nuestros jóvenes. Todos los escudos eran grandes, hermosos, resplandecientes. Reflejábase en ellos la luz que procedía de la Virgen, pareciendo una cosa celestial. Cada escudo en el centro parecía de hierro, teniendo alrededor un círculo de diamantes y su borde era de oro finísimo. Este escudo representaba la fe. Cuando todos estuvimos armados, los que estaban alrededor de la Virgen entonaron un dúo y cantaron de una manera tan armoniosa, que no sabría qué palabras emplear para expresar semejante dulzura. Era lo más bello, lo más suave, lo más melodioso que imaginar se puede. Mientras yo contemplaba aquel espectáculo y estaba absorto escuchando aquella música, me sentí estremecido por una voz potente que gritaba: -Ad pugnam! (íA la pelea!). Entonces todas aquellas fieras comenzaron a agitarse furiosamente. En un momento caímos todos, quedando de pie en el suelo, y he aquí que cada uno luchaba con las fieras, protegido por el escudo divino. No sabría decir si la batalla se entabló en el comedor o en el patio. El coro celestial continuaba sus armonías. Aquellos monstruos lanzaban contra nosotros, con los vapores que salían de sus fauces, balas de plomo, lanzas, saetas y toda suerte de proyectiles; pero aquellas armas no llegaban hasta nosotros y daban sobre nuestros escudos rebotando hacia atrás. El enemigo quería herirnos a toda costa y matarnos y reanudaba sus asaltos, pero no nos podía producir herida. Todos sus golpes daban con fuerza en los escudos y los monstruos se rompían los dientes y huían. Como las olas, se sucedían aquellas masas asaltantes, pero todos hallaban la misma suerte. Larga fue la lucha. Al fin se dejó oír la voz de la Virgen que decía: (**Es12.303**))
<Anterior: 12. 302><Siguiente: 12. 304>

Regresar a Página Principal de Memorias Biográficas


 

 

Copyright © 2005 dbosco.net                Web Master: Rafael Sánchez, Sitio Alojado en altaenweb.com