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((**Es1.194**) mar con ellas a los muchachos a subir a aquella ermita para honrar a María. Este fue siempre su tenor de vida, aun durante los años siguientes, cuando volvía de Chieri en el verano; así conservaba y aun acrecentaba la buena opinión que de él tenían en su patria chica. Lo mismo los sacerdotes que la gente estuvieron siempre de acuerdo en repetir las alabanzas por su perseverante y excelente conducta, y en afirmar todos que, desde su primera juventud, estaba inflamado de un vivo y constante deseo de llegar a ser misionero apostólico y hacer mucho bien a las almas. Lo mismo que las madres de Morialdo y de Moncucco, también las de Castelnuovo hablaban muchos años después a sus hijos de las virtudes de Juan; y monseñor Cagliero nos contaba que, siendo él todavía muy niño, su madre le proponía a Juan Bosco como modelo, exhortándole con frecuencia a imitarlo. ((**It1.227**)) Así que, entre las buenas obras, los estudios y los amigos, discurrían tranquilamente los días de Juan. Con todo, aun en medio de su felicidad, llevaba una espina clavada en el corazón: el no poder tratar con cierta familiaridad a los sacerdotes del pueblo. El párroco don Bartolomé Dassano, hombre verdaderamente santo, culto, caritativo, exacto cumplidor de todos sus deberes, mantenía un porte comedido y poco accesible para los niños. Los demás sacerdotes guardaban la misma reserva. Sin embargo Juan, ya desde aquella edad, conocía la necesidad que tienen los jóvenes de una ayuda amorosa, y que se dejan manejar como se quiera, si hay quien se tome cuidado de ellos: él experimentaba esta necesidad en sí mismo. Le sucedió con frecuencia encontrarse con el párroco acompañado de su vicario: más aún, algunas veces se plantaba en algún sitio a propósito, a la hora en que sabía acostumbraba a pasar por la tarde dando un paseo. Sentía vivo deseo de acercarse a él y oír de sus labios una palabra de confianza; experimentaba en sí mismo la necesidad de ser querido por él. Apenas le veía aparecer, le saludaba desde lejos y, luego, al acercarse le hacía todavía tímidamente una reverencia. El párroco le devolvía el saludo con toda seriedad y cortesía y continuaba su camino; pero jamás tuvo una palabra afable, que le atrajera los corazones juveniles y los excitara a confianza. En aquellos tiempos se creía que semejante severidad era la auténtica compostura de las personas eclesiásticas. Pero aquel respeto le producía a Juan temor y no amor. Muchas veces, llorando, se decía a sí mismo y aun a otros: -Si yo fuera sacerdote, haría muy diversamente: me acercaría a los niños, los llamaría a mi lado, los querría y (**Es1.194**))
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