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((**Es9.570**) a mí. Parecía que me iba a matar de un momento a otro. Me paré, pero empecé de nuevo a alejarme de su lado y el perro cada vez más feroz, estaba más cerca todavía. Al cabo de un rato, totalmente lejos de usted, el perro se abalanzó sobre mí, me tiró al suelo, me mordisqueó y me desgarraba. Súbitamente llamé a don Bosco para que viniera a ayudarme. Usted oyó mis gritos, corrió enseguida, me libró de las fauces del perro, me trajo aquí a la enfermería, curó y vendó mis heridas y yo me sentí curado. Aquel perro feroz era el demonio, lo reconocí, quería arrastrarme a la eterna perdición. Don Bosco le calmó y le ayudó a hacer una buena confesión. Adolfo quedó tranquilo y decía después a don Bosco: -Los compañeros malos con quienes he alternado son fulano, zutano y mengano. Le ruego, por tanto, que les avise y les diga de mi parte que hubiera preferido que me hubiesen envenenado, que me hubiesen matado, antes que sufrir las amarguras del alma que ahora experimento. Pida perdón de mi parte a los condiscípulos a quienes he escandalizado con mis malas conversaciones. Don Bosco se lo prometió, y con suaves palabras infundió en su corazón plena confianza en la misericordia de Dios. Después de unas horas Adolfo expiraba plácidamente. Por este hecho se puede colegir cuán doloroso sea en punto de muerte haber escandalizado en vida a los compañeros con conversaciones obscenas y amistando con los malos: mientras por nuestra parte encontramos una razón en las últimas palabras que don Bosco había escrito desde Mornese a don Miguel Rúa: <((**It9.638**)) conversaciones entre los aprendices>>. De hecho se vio a los aprendices acercarse a los sacramentos con mayor fervor y frecuencia y asistir a las prácticas de piedad durante el mes de mayo. Entre otras obras buenas, se dedicaba don Bosco, por aquellos días, a lograr sacar de la cárcel de Civita-Castellana a Bartolomé Vaschetti alumno suyo, allí detenido hacía cinco meses. Desertó del ejército italiano y se refugió en los Estados Pontificios, donde, como medida prudencial, todos los desertores extranjeros pasaban a la prisión de la que no salían hasta que una persona del Estado se hiciera responsable ante las autoridades. El testimonio de don Bosco liberó al encarcelado. Pero, en cambio, no lograba conseguir un favor para el benemérito profesor José Bonzanino quien, en los principios del Oratorio, admitió durante años, gratuitamente, en sus escuelas privadas de bachillerato elemental, a nuestros alumnos estudiantes. (**Es9.570**))
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