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((**Es9.509**) alusivas a la llegada de don Bosco. Las oraciones se rezaron en el salón de estudio. Aquella noche habló don Bosco a los miembros de la Congregación reunidos en el refectorio, adonde acudieron también los que aspiraban a pertenecer a la Pía Sociedad de San Francisco de Sales. Estaban presentes los directores de las otras casas y don Domingo Pestarino de Mornese. Poseemos varios resúmenes de esta conferencia, a la que ya hemos aludido. Según el más amplio, don Bosco comenzó así: Es vuestro mayor deseo en este momento saber el resultado de mi viaje a Roma y qué es lo que se ha obtenido con respecto a nuestra Sociedad. Y yo experimento una gran satisfacción al narraros el éxito de mis trabajos, porque es evidente que el Señor quería que lo nuestro quedara bien asegurado. Este viaje ha dado unos sultados más favorables de lo que yo esperaba. Todos sabéis que esta nuestra casa, o mejor esta nuestra Sociedad, iba adelante hasta ahora sin un fundamento seguro de su existencia: tenía reglas, pero como no estaban aprobadas, se limitaban a ligar individuos en derredor de una persona para un fin determinado. Y, por tanto, muerto don Bosco, podía también morir su Sociedad. Ya el año 1864 la Sociedad fue alabada, y don Bosco fue constituido Superior, pero nada más; después, en 1867, fue encomendada y recomendada por varios Obispos. Pero ahora se trataba de llegar a una conclusión definitiva, de aprobación o de disolución. Nuestra vida era precaria. Y en todo momento podían los Obispos reclamar a sus clérigos, porque estaban sujetos a su jurisdicción; y entonces la Sociedad quedaba disuelta de hecho. Era necesario que sus miembros quedaran libres y exentos de la jurisdicción episcopal. Por eso determiné ir a Roma. Se interponían muchos obstáculos. El Consejo diocesano, al que se pidió una fórmula, que salvase al mismo tiempo la autoridad episcopal y la existencia de la Sociedad, había dejado la cosa en suspenso. Muchos obispos y otras personas, por cierto piadosísimas y muy a mi favor, quisieron persuadirme de lo inútil de mi viaje, porque no lograría que se aprobaran mis reglas y, por consiguiente, la Sociedad; tanto más que en Roma se debía pensar en el concilio ecuménico. Aducían muchísimas razones e invencibles dificultades. Me escribían de Roma y también me ponían en guardia, asegurándome que era totalmente inútil y tiempo perdido ir allí, porque no concederían jamás lo que pedía y era imposible la aprobación de las Reglas. Entonces yo pensé: -Todo me va en contra; sin embargo el corazón me dice ((**It9.564**)) que, si voy a Roma, el Señor, en cuyas manos está el corazón de los hombres, querrá ayudarme. Por tanto íiré a Roma!-.Y, lleno de confianza, partí. Estaba íntimamente persuadido de que la Virgen me ayudaría y dispondría todo a mi favor;nadie me habría quitado esta persuasión. Respetaba los consejos de mis amigos, pero no quería dejar de hacer lo que me parecía sugerido por el Señor. Partí, pues, confiando únicamente en el Señor y en la Virgen. Describió después, con el auditorio pendiente de sus labios, cuanto ya hemos narrado en capítulos anteriores sobre las diligencias (**Es9.509**))
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