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((**Es8.884**) y engrandezca sin construir en la misma proporción nuevas iglesias es como si nuestro cuerpo creciera, pero el alma no tomase posesión de este aumento y permaneciese encerrada en las partes antiguas sin vivificar las nuevas. Las calles espaciosas, los espléndidos palacios, las largas hileras de pórticos magníficos, los amenos jardines, las amplias y regulares plazas pueden deleitar la vista durante un rato, pero carecen de fuerza para levantar el alma a sublimes pensamientos y no pueden infundir en el corazón los sentimientos de paz, de calma, de esperanza y de amor que forman su vida. Somos desterrados, hermanos míos, somos peregrinos fuera de la patria celestial; y por tanto, todas las bellezas y amenidades de este mundo, si no tienen el poder de levantar nuestra mirada y llevar nuestros deseos hacia el cielo, seguirán siendo siempre cosas de este pobre valle de destierro, y carecen de la nobleza y sublimidad, que es un elemento de la verdadera belleza. Es el aspecto de la iglesia, quien despierta en nosotros el sentimiento de nuestra dignidad, y nos hace decir con San Pablo: nosotros no somos extranjeros ni forasteros del cielo, sino que somos conciudadanos de los habitantes de allá arriba, formamos parte de la casa de Dios. Esta es la razón por la cual iban a porfia en los tiempos pasados los cristianos para embellecer sus ciudades con iglesias, que eran portentos de arquitectura, y que, con sus cúpulas y agujas hendiendo las nubes, parecía como que quisieran llevar a viva fuerza hacia el cielo los corazones de quien las contemplaba. Esta es la razón por la que nuestros mayores adornaban con iglesias distintas las principales calles de la ciudad, entre las que está aquélla en la que descansan los restos de los mártires de Turín, toda ella de mármoles y bronces: embellecían la plaza principal con las estupendas cúpulas de san Lorenzo y el santo Sudario, y a poca distancia del Palacio Municipal ((**It8.1045**)) hacían surgir el espléndido templo que nos recuerda el milagro del Corpus Christi. Si al entrar en una ciudad y recorrer sus calles no se encuentra una imagen sagrada, no se ve la casa de Dios o se la ve rara vez, no es posible que no nos preguntemos a nosotros mismos: >>qué clase de gente vive en estos lugares? >>Saben que tienen una alma creada para la eternidad? >>Saben que la religión es el único fundamento seguro de los deberes que se han de cumplir entre marido y mujer, entre padres e hijos, entre amos y criados, entre ciudadanos y ciudadanos? Si no lo saben: en verdad que no hay un pueblo tan salvaje, no hay una tribu tan ajena a la vida civil, que no les sobrepase en lo que constituye la primera cultura del hombre. Y si lo saben, >>cómo es que no se proveen de iglesias, donde aprender y ejercitar la religión? >>Ignoran tal vez que donde faltan las iglesias, más tarde o más temprano, se apaga la fe y desaparece la religión? íOh! Haga Dios que vuelvan pronto aquellos tiempos de cuando una ciudad no crecía en casas sin crecer también en iglesias, puesto que sólo en la casa de Dios está la norma cierta y la salvaguardia segura de las costumbres que deben informar la vida de los ciudadanos. Haga Dios que pronto veamos surgir un gran número de iglesias en las zonas nuevas de esta nuestra querida ciudad de Turín, y que se levanten otras aún más espléndidas y suntuosas, pues la casa de Dios debe sobrepujar a todos los edificios en belleza y esplendor. Mientras tanto agradezcamos al Altísimo, que en esta parte de la ciudad, en la que en un distrito parroquial de veintiséis mil habitantes no hay más que una iglesita, se edifique ahora este sagrado templo, y cooperemos con toda la generosidad posible para que cuanto antes llegue a su fin. Los más gloriosos recuerdos y las más dulces esperanzas se dan cita en él. Se levanta este edificio en el valle que nuestros padres llamaron de los muertos (Vallis occisorum) porque en este lugar, según la tradición, derramaron su sangre (**Es8.884**))
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