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((**Es8.796**) Sucedió ayer, fiesta de la Natividad de la Virgen. Cuando, hace quince días, fui a Acqui, pasé por Strevi. Había allí una mujer que hacía un año no a dueña de sí misma y que se creía endemoniada. Imposible hacerla entrar en razón o conseguir que recitara una plegaria. Hacía todo lo que es propio de los obsesos. Me la presentaron. Estaba allí el Obispo, con don Domingo Pestarino de Mornese, el Párroco, el paje del Obispo y otras personas. Me pedían los presentes que juzgase yo si había que creer que aquella pobre persona estaba endemoniada. Decíame el Obispo: -Vea si conviene aplicarle un exorcismo: le autorizo para ello. Pregunté cuánto tiempo hacía que estaba de aquella manera, qué cosas extrañas solía hacer, pero no quise por el momento opinar. Para conocer mejor la cuestión, y sin que ella se diese cuenta, saqué una medalla de mi bolsillo, y teniéndola apretada y escondida en la mano, me acerqué ((**It8.938**)) a ella para ver si hacía algún gesto o ruido, ya que ordinariamente el demonio no resiste la presencia de una medalla de la Virgen o de otros objetos bendecidos, sin dar señales manifiestas de repugnancia. Pero, al comprobar que la medella no daba resultado, dije a los presentes que se arrodillasen para rezar una oración a María Auxiliadora. Todos se arrodillaron, el marido, los muchachos y el mismo Obispo. Hice arrodillar también a la enferma y le mandé que rezase con nosotros. Me obedeció, rezó un instante, pero cesó enseguida y no hubo medio de hacerle pronunciar una sílaba más de la oración. Los de la familia aseguraban que hacía casi un año que no habían podido conseguir que rezara. Entonces, y estando todavía todos presentes, les dije que recitasen cada día: tres padrenuestros, avemarías y glorias a Jesús Sacramentado y tres Salves a María Auxiliadora. Les fijé, además, el tiempo, en que, si curaba, deberían mandar una limosna para nuestra iglesia. Este tiempo llegaba hasta la fiesta de la Natividad de María Santísima, el 8 de septiembre, que fue ayer. Añadí que preparasen a la enferma para recibir los sacramentos y que la llevasen a confesarse y comulgar. Y, así entendidos, los dejé. Después de algunos días me escribieron diciéndome que era imposible lograr que se confesara aquella mujer, ya que prorrumpía continuamente en las más horribles blasfemias. Les respondí que no hiciesen caso de ello y que continuasen rezando a la Virgen y exhortando a la infeliz a confesarse. Así lo hicieron. Cuando llegó el día primero de septiembre, hicieron lo posible para prepararla a confesarse. Esperaron la hora en que apenas habría gente en la iglesia, la condujeron allí y empezaron a animarla para que se acercase al confesonario; pero todas las palabras resultaban inútiles. Ella seguía blasfema que blasfemarás. Más aún, cuando vio que el sacerdote se preparaba para dar la comunión, se puso a gesticular, a gritar y contosionarse de tal modo que, para no escandalizar a quien pudiera entrar en la iglesia, hubo que llevarla a casa. Yo fui avisado y ordené que la acompañaran a la iglesia en la mañana de la Natividad para que recibiera los sacramentos. La víspera dijeron los de casa a la enferma: -Mañana por la mañana volveremos a la iglesia para que puedas confesarte. Al llegar la noche se puso furiosa. Parecía que todos los demonios del infierno estuviesen en su cuerpo. Apenas se acostó, empezó a gritar, silbar, palmotear y cantar. Emitía toda clase de sonidos. Ya parecía un cerdo, ya un león, ahora un perro, luego un buey, un gato, un lobo. Tan pronto profería las más abominables blasfemias contra Dios, como soltaba las más horrendas imprecaciones contra los hombres. Se levantaba, bailaba o hacía gestos ridículos. Los parientes no le dijeron nada, sino que, confiando en la Virgen, ((**It8.939**)) oraban. (**Es8.796**))
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