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((**Es8.497**) señores de Roma que poseemos en abundancia, y de las charlas del mismo don Juan Bautista Francesia. Esta es la primera, dirigida al Prefecto del Oratorio. Roma, 9 de enero de 1867. Mi querido don Miguel Rúa: Después de haber descansado unos días, cumplo finalmente mi deber de dar alguna noticia sobre don Bosco. Buzzetti ya os habrá dicho algo sobre cómo salimos de Turín; mérito suyo es que hayamos podido entrar en la estación, puesto que ya estaban ((**It8.583**)) cerradas las puertas, y subimos al tren a punto de salida. Soltamos un gran respiro diciendo: -íDeo gratias, hemos llegado! Durante el viaje no hubo nada de particular. Sentimos un poco de frío hasta Bolonia, a pesar de que íbamos en segunda clase y bien abrigados. En Cambiano subió un señor, el cual alabó el Oratorio y a su fundador con palabras, que no eran hijas de un frío cálculo, sino de un verdadero amor a la patria y a la religión. Vimos durante el camino unos pueblos que nos traían dulces recuerdos. En Reggio, donde el tren se detuvo unos instantes, miramos, más con el corazón que con los ojos, a ver si estaba por allí el buen Obispo de Guastalla, o alguien enviado por él. Finalmente, medio muertos de hambre, llegábamos a Bolonia a las dos. Obtuve, gracias a mi billete de favor, idéntico al de don Bosco, muchos honores y cumplidos por parte de aquellos señores. Lo que más me consoló fue ver que don Bosco comió con un apetito como hacía mucho tiempo no recuerdo haberle visto. Desde Bolonia, en vagón de primera clase, sin la molestia de ningún compañero de viaje, puedes imaginar fácilmente la satisfacción que experimenté al poder estar a solas con nuestro amadísimo don Bosco durante tanto tiempo. El Oratorio fue el tema favorito de nuestra conversación y hablábamos de él para aliviar la pena de la lejanía. Al pasar por Rímini recordamos al bueno de Silvio Péllico. No fuimos, como se había determinado, hasta Ancona, sino que. para ganar tiempo, nos paramos en el pueblecito de Falconara, donde cenamos. Algunos, al ver que nos santiguábamos antes de comer, se extrañaron; pero no hubo ningún desprecio o crítica, sino respeto y benevolencia. Después de pagar allí una buena cantidad, salimos a las diez de la noche hacia Foligno, donde tomamos el tren que, procedente de Florencia, se dirigía a Roma. Nos encontramos con una familia napolitana, buena y cristiana. En el vagón rezamos las oraciones del Oratorio, con los napolitanos, los cuales se unieron a nosotros con mucho gusto. Pero el tiempo nos invitaba a dormir. Don Bosco sentía la necesidad de descansar, pero no había medio de conseguirlo. Nuestros compañeros no hicieron más que reír y hablar durante toda la noche. íCómo sufría yo pensando en las molestias de don Bosco! Había pasado las noches anteriores casi sin dormir y ahora tampoco podía hacerlo. Pero yo sí que descansé. Empezaba por fin a despuntar el día suspirado. Aunque sin pasaportes, no encontramos dificultad alguna. Nos dejaron pasar. El aspecto de don Bosco no ofrecía ningún temor y, gracias a su protección, me encontré libre de toda molestia. Dos estaciones más y después Roma. Mi corazón y mis ojos la buscaban; pero el uno y los otros estaban tristemente preocupados por el aspecto uniforme y verdaderamente desolador de la campiña romana. Miraba lejos, lejos, para llenar mis ojos ((**It8.584**)) con (**Es8.497**))
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