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((**Es7.629**) de nuevas tropas y la llamada al servicio militar, hecha por la guardia nacional, ((**It7.739**)) calmó a la multitud. Pero se equivocaban de medio a medio los turineses esperando que el nuevo Ministerio de La Mármora sería capaz de cambiar las resoluciones firmadas por Napoleón III, que era el verdadero soberano de Italia. Y, en efecto, poco después se trasladaba la capital a Florencia. <> 1. Pero quien más debía sufrir era el Papa. La Convención era por su naturaleza evidentemente ilusoria. Roma y su minúsculo territorio, al dejar de ser defendido por las fuerzas insuperables de Francia, quedaba aislada en medio de un vasto reino, que continuamente la amenazaba y que esperaba el momento de que se presentasen situaciones que le abriesen el campo para violar sus promesas. Además de esto, la Convención estaba en abierta oposición con la dignidad y los derechos de la Santa Sede; y sin embargo Napoleón no había tratado ni con el Sumo Pontífice, ni con las Potencias Católicas, en cuyo nombre Francia había ocupado Roma. El 3 de diciembre los sacerdotes y clérigos de casa pidieron noticias del Papa a don Bosco, el cual respondió: -El se encuentra tranquilo, porque los destinos de la Iglesia están en manos de Dios. íQué triste figura hizo De Sartiges, embajador en Roma, al presentar a Pío IX la Convención, y una nota del ministro Drouyn de Lhuys en la que se pretendía demostrar la moderación y la necesidad de las decisiones imperiales: el embajador hablaba de la Convención y aseguraba que Napoleón era un devoto y leal defensor de la Iglesia, pero Pío IX, sin poner atención a lo que decía, le pedía repetidamente noticias sobre a salud de s familia. 1 Cantú: Los últimos treinta años, página 61. (**Es7.629**))
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