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((**Es7.28**) Hacia las ocho y media subía don Bosco de la iglesia a su habitación. La antigua estancia servía de antesala; y de ésta se pasaba a una segunda, de igual dimensión, con una ventana al mediodía, otra a levante, una pobre cama en un rincón y unos pobres muebles. El secretario tomaba las debidas anotaciones, a fin de observar el orden de entrada y para que un visitante no se adelantara a otro. Don Bosco, siempre franco y leal, sin adular a nadie, ni buscar los elogios de los hombres, recibía a cada visitante con gran respeto, como si todos fueran grandes señores y él tuviese necesidad de todos; no hacía distinción entre un rico que le hubiera entregado una generosa limosna y una pobre viuda o una aldeanita que le daba unas monedas, fruto de sacrificios. Además, en sus palabras transparentaba una humildad acompañada de modales tan dulces y suaves que lo hacían encantador ante los ángeles y los hombres. Se interesaba por cuanto le exponían y parecía no pensar en otra cosa en aquel instante. Escuchaba con mucha atención sin jamás interrumpir; si alguno le ((**It7.19**)) cortaba, él callaba al momento. Mientras el interlocutor no terminase, aguardaba en silencio; y sólo cuando había acabado, proseguía el hilo de su discurso con una presencia de espíritu admirable. <>Trataba con cada uno como si durante aquella mañana no hubiera de oír o contentar a ningún otro. Con san Francisco de Sales tenía por máxima que la precipitación suele estropear todas las obras. No era nunca el primero en acabar el coloquio; no mostraba jamás ganas de abreviarlo; antes bien, queriendo despedirse el interlocutor, por miedo a ser importuno, don Bosco le invitaba amablemente 1 Discurso leído en la conmemoración de don Bosco del 24 de junio de 1903.(**Es7.28**))
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