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((**Es6.615**) como árbitros, para, en los casos de protesta, poder ponerlos de acuerdo fácilmente entre sí e impedir contiendas, altercados y riñas y por tanto la ofensa a Dios. Pasaban horas y horas en este ejercicio y, a menudo, con gran sacrificio y abnegación, pero satisfechos de poder conocer mejor en aquel ambiente a los jóvenes, su índole, sus defectos y tener oportunidad de decirles una palabra de salvación. Mientras unos atendían de este modo a las diversiones generales, otros se desparramaban por el patio, vigilaban a este o a aquel muchacho que andaba solo, le invitaban a jugar o a pasear con ellos, siempre con el laudable intento de promover la honesta alegría y tener a mano la ocasión de dar un buen consejo y despertar el deseo de estudiar, de trabajar y de rezar. Después de haberse entretenido un rato con aquel muchacho, estudiante o aprendiz, después de haber hablado con él, como suele decirse del tiempo y de la lluvia, el buen clérigo solía preguntarle delicadamente sobre algo que le concerniera más de cerca, por ejemplo: -Tienes padres todavía y procuras consolarlos con tu buena conducta y rezar por ellos? -Qué calificaciones sacaste la semana pasada? -Cuánto tiempo hace que no te confiesas? -Yo necesitaría obtener de Dios una gracia; quieres venir mañana conmigo a confesarte y comulgar según mi intención? -Quieres que vayamos a ver a don Bosco? Vamos y le pedimos que nos diga una palabrita al oído. Y así otras preguntas por este estilo. Al mismo blanco dirigían sus dardos los profesores en la clase y los asistentes y jefes de dormitorio y de taller. Todos procuraban guiar a sus alumnos al cumplimiento de los deberes, al buen orden, al trabajo, al estudio, a la virtud, más por amor que por miedo, más mirando al alma que al cuerpo, más con los ojos en el cielo que en la tierra. Inspirados en los ejemplos y en las palabras de don Bosco, todos querían y procuraban buscar, promover y conducir a Dios a los alumnos del Oratorio y salvar sus almas. Uno de los planes más fielmente practicado era el de hacer que Dios penetrara en el corazón de los muchachos, no sólo por la puerta ((**It6.816**)) de la iglesia, sino por la de la clase o del taller. Y se ingeniaban para conseguirlo, pero con tanta prudencia y moderación que los chicos casi no se daban cuenta, pero sentían y experimentaban perfectamente que era mucho más agradable ser piadosos y virtuosos que indiferentes y aviesos. Consideraban al Oratorio como su casa preferida y querían a los superiores como amigos del alma. El ejemplo de don Bosco les servía sobre todo de eficacísimo acicate para el bien. Ganaba a todos en el cumplimiento de sus deberes, en la práctica de los consejos evangélicos y en buscar la gloria de Dios en todo, de modo que podía decir con sinceridad al Señor: Zelus domus tuae comedit me (me devora el celo por tu casa). Don Francisco Dalmazzo escribe: <(**Es6.615**))
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