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((**Es6.614**) Bosco y de sus ayudantes. Generalmente, después de comer y después de cenar, don Bosco estaba en el patio con nosotros. Y unas veces de pie, otras sentado sobre una mesita o sobre el duro suelo, rodeado siempre de un gran corro de muchachos, nos deleitaba contándonos sucesos graciosos y ejemplos edificantes. En ocasiones decía una palabra de aliento a uno que la necesitaba o dirigía una palabra confidencial al oído de otro; y como cambiaban a cada hora los muchachos de su alrededor y se sucedían unos a los otros, por el gusto de estar junto a él, ocurría que todos o casi todos recibían en pocos días, como pollitos de la solícita clueca, cada uno su porción, que les daba o conservaba la vida. Otras veces mandaba llamar a alguno o iba él mismo en su busca, porque sabía que estaba más o menos necesitado de ser impulsado al bien o apartado del mal y, a solas, con una bondad inimitable, decíale algunas palabras que hacían en su ánimo más efecto que una tanda de ejercicios espirituales. Y como, después del rezo de las oraciones de la noche, al acabar la corta platiquita, se apiñaban los muchachos a su alrededor para darle las buenas noches o exponerle una duda y pedirle un consejo, él aprovechaba presuroso la ocasión y decía a éste y a aquél una palabra confidencial, que era guardada como un tesoro y practicada con mucha fidelidad. Estas y otras ((**It6.814**)) iniciativas parecidas las había introducido don Bosco desde los primeros años del Oratorio; pero, al ver por experiencia los efectos saludables que producían, comenzó a emplearlas con más frecuencia aquel año y, por lo tanto, con inmensa ventaja nuestra. Don Víctor Alasonatti, prefecto de la casa y nuestro segundo padre, que no tenía el don de la palabra de don Bosco, atendía de otra manera al bienestar de los muchachos. Vigilaba para que no se introdujeran abusos entre nosotros, tomaba a su cargo el dar avisos o reproches y el imponer ligeros castigos y suplía con esto la eficacia de los medios más blandos de persuasión, cuando éstos no alcanzaban su intento con algunos reacios y obstinados. Y esto lo hacía con tanta caridad, calma y discreción que se hacía temer, mas no odiar, pues mezclaba lo amargo con lo dulce, la fortaleza con la mansedumbre, hermanaba la razón y el castigo con la misericordia y la benevolencia. Ante todo examinaba atenta y prudentemente el asunto, hacía razonar al culpable y, cuando bastaba el aviso, no empleaba el reproche, y si éste era insuficiente, no acudía a la amenaza, ni al castigo, siguiendo fielmente la regla dada por el mismo Dios con estas palabras: Pro mensura peccati erit et plagarum modus (La cantidad del castigo estará de acuerdo con la medida de la culpa). De todos modos, en todos los casos, daba muestras de que nunca obraba por rencor, sino por amor, no por capricho y resentimiento, sino por deber y por el deseo de hacer bien al culpable. Pero la buena conducta y educación de los muchachos eran también el fruto del trabajo durante las horas de recreo de los auxiliares de don Bosco que eran los clérigos, los maestros, los jefes de taller, los asistentes y no pocos alumnos, que seguían las huellas de Domingo Savio, haciéndose como él cazadores y pescadores de almas. Repartidos acá y allá, tomaban parte en los juegos y se convertían en alma de todas las diversiones y lo hacían con un interés y actividad tales que dejaban muy atrás a los más aficionados al juego. Quien no conocía la buena intención y la noble finalidad de aquellos muchachos y clérigos, los habría tachado de disipados y descuidados en guardar su propio decoro; pero la realidad era muy otra. Ellos promovían los juegos y les infundían calor y entusiasmo para darles importancia y atraer a los más indiferentes a sacudir su melancolía y desarrollar su vida física y moral; ((**It6.815**)) se ponían a la cabeza de los mismos para dominarlos y ser (**Es6.614**))
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