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((**Es6.383**) -íOye!, dime: quieres que hagamos un pacto tú y yo? -Qué pacto? -El que te voy a decir: tú vas haciendo señales de la cruz, rezas tus padrenuestros y yo me voy comiendo tu ración. Ya veremos después de comer quién ha sido más bendecido y quién ha comido mejor. -íComo quieras! Si así te gusta, estoy conforme con dejarte mi parte. Me bastan la sopa, pan y queso, con tal que me dejen en libertad para cumplir mis prácticas religiosas. Tocante a rezar padrenuestros, es suficiente cumplir sencillamente mi deber. Así se hizo: Domingo comió entre chanzas y burlas su ración y después se puso delante la que su hermano le cedió. Los comensales, gente vulgar, reían burlonamente. A la hora de cenar, repitió Domingo a su hermano: -Entendidos: tú haz la señal de la cruz y reza cuanto quieras; mi oración consistirá en comer tu ración. -No me duele dejártela, tómala en hora buena; pero siento que hayas perdido la religión de este modo. Créeme, hermano, lo siento mucho; pero si no quieres ((**It6.508**)) practicarla, al menos no te burles de ella, porque don Bosco me ha dicho y me lo ha repetido muchas veces, que con Dios no se juega y que la religión es una espada de dos filos, que hiere a quien intenta impugnarla. Créeme, con el Señor no se juega. Mientras cenaban, entraron en la estancia unos cuantos muchachotes que se unieron a Domingo para mofarse de su hermano. No quiero repetir aquí sus tonterías y las sensatas respuestas que daba nuestro muchacho. Me limito a decir que las cosas llegaron a tal punto, que todos voceaban a una, mientras el pobrecito no podía repetir más que: Con el Señor no se juega. Acabada la cena, dijo aquel desgraciado a su hermano: -Qué? Has cenado con ganas? -Sí, estoy la mar de bien; es verdad que no tengo el estómago tan lleno como el tuyo, pero espero hacer la digestión más fácilmente. -íYa, ya! íTú digieres fácilmente los padrenuestros!, replicó el incauto, que aún no había terminado la frase, cuando comenzó a palidecer y a retorcerse: apretábase el vientre y decía: -Me duele la barriga... aumenta el dolor... tengo escalofríos... íayudadme! Eran las diez de la noche y sus compañeros, que ya iban a marcharse, le rodearon; mas, al ver que no volvía en sí, lo llevaron en vilo a la cama. Acometiéronle violentas convulsiones; agudísimos dolores de intestinos le obligaban a lanzar gritos espantosos. Sus camaradas estaban aturdidos y la madre mandó en seguida a llamar al médico, pues no sabía qué remedios prestarle. Entonces el buen hermano se acercó al enfermo y le preguntó si quería que fuera a llamar al párroco. Domingo, en un arrebato de cólera le amenazó con darle un bofetón, mas se abstuvo de ello; al rato le volvió a llamar y, por señas, le indicó que fuera en seguida adonde había dicho. Poco después, casi a un tiempo llegaron el párroco y el médico y el enfermo murió a la noche siguiente ahogado por las convulsiones y con grandes dolores en el pecho. Pero había reconocido y detestado su falta, y fueron éstas sus últimas palabras: -Compañeros, no despreciéis jamás la religión; con el Señor no se juega; muero herido por la mano de Dios, en castigo de mi intemperancia y de las blasfemias que lancé contra El. (**Es6.383**))
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