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((**Es6.321**) el Señor. íTodo por el Señor y por su gloria!, era su estribillo diario, que resonó en mis oídos mil veces y que él repetía en alta voz desde el púlpito, en el confesonario y en las conversaciones privadas. Este fue el ardiente anhelo de su vida>>. Habíale Dios concedido el don de la palabra tan abundantemente que todo lo suyo se convertía en lenguaje: su mirar, su hablar, sus movimientos. Especialmente con sus ojos actualizaba, a un mismo tiempo, las potencias de la mente y del corazón. Con su mirada mesurada, tranquila, serena, se adueñaba del pensamiento ajeno con irresistible atracción; y cuando quería, hacía comprender el suyo a los demás con la misma fuerza. A menudo una palabra, una sonrisa, acompañada de su penetrante mirada, valía por una pregunta, una respuesta, una invitación, todo un discurso. ((**It6.421**)) Nos aseguraba don Domingo Belmonte que oyó contar tal maravilla a muchos testigos, pero que además él mismo la comprobó por experiencia propia siendo alumno y posteriormente de clérigo y sacerdote. <<íCuántas veces, nos dijo, miraba don Bosco a un muchacho de un modo tan singular que sus ojos decían lo que no expresaban sus labios en aquel momento y le daba a entender lo que deseaba de él. Y, al responder de palabra el muchacho, sorprendía que hubiera comprendido perfectamente el razonamiento intelectual de don Bosco. Tratábase a veces de cosas que no guardaban relación alguna con lo que antes se había dicho, o bien con lo visto o hecho en aquel instante; era una pregunta que nada tenía que ver personalmente con el interrogado: una orden, un aviso, un consejo para la clase, el recreo u otra cosa cualquiera. Y se entendía perfectamente>>. A menudo seguía con la mirada a un muchacho a cualquier parte del patio o de los pórticos a donde se dirigiera, mientras conversaba tranquilamente con otros. Pero de pronto la mirada de aquel muchacho se cruzaba con la de don Bosco, y leyendo en aquellos ojos tan claros el deseo de hablarle, iba a preguntarle qué quería de él. Y don Bosco se lo decía al oído. Frecuentemente, y teniendo muchos alumnos delante, fijaba la vista en uno o dos poniendo la mano por visera de sus ojos, como quien mira contra luz y quiere ver mejor, y parecía que penetraba en lo recóndito de sus corazones. Ellos quedaban turbados, se apagaba la palabra en sus labios y percibían en su interior que él conocía algún secreto de su conciencia. En efecto, atisbaba en su semblante alguna nube de culpa o de remordimiento. Entonces bastaba un ligero movimiento de su cabeza, no hacía falta otra invitación; sólo quedaba por concertar el momento de la confesión. (**Es6.321**))
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